La interminable noche de la duda: Hamlet y Otelo de Shakespeare

Otelo, Desdémona y Iago - Shakespeare
Otelo, Desdémona y Iago - Shakespeare

Nada prolonga las noches más que la duda y nada prolonga la duda más que la falta de pruebas – para bien o para mal. Tanto que una duda irresuelta nos puede al mismo tiempo llevar a la muerte e inmortalizarnos, como les sucede a Hamlet y Otelo de Shakespeare, los dos inmortales dudadores (¿o dubitadores? Bueno lo que sea…) del universo Shakespeariano.

Otelo duda de Desdémona; Hamlet de su tío, el rey Claudio. El moro si acaso ella le es infiel y el príncipe si acaso él mató a su padre para suplantarlo en el trono, y en la cama de su madre. Son intelectuales ambos, nuestros dudadores, más que hombres de acción. Su capacidad de ejecución está puesta claramente en entredicho en cada obra, y a final de cuentas sus dudas no resultan ser acerca de Desdémona y de Claudio, sino acerca de sí mismos. Parte habiendo en ellos algo mutilado de antemano.

Hamlet eso lo tiene claro y lo declara a los cuatro vientos; tanto es así que prolonga al menos media hora el desenlace de la obra ya más larga de Shakespeare mientras cavila y vuelve a cavilar, ya sabemos con qué exquisito don poético, acerca de su condición esencial de dudador. Y la manera en que intenta resolver su incógnita es igual de poética e intelectual. Pone a prueba «la conciencia del rey» mediante una puesta en escena, que es la más famosa instancia de «teatro dentro del teatro» del canon occidental. Le escenifica a Claudio un crimen de ficción como aquél del cual le sospecha la autoría en la realidad.

Otelo en cambio, si es que tiene clara su propia insuficiencia, se abstiene de divulgarla. Pero aquella no por implícita es menos flagrante. Revisemos la situación del trágico moro:

Otelo nos es presentado como un renombrado general, con un largo historial bélico detrás suyo. Pero historial que sólo le consta a él. Sus dos hazañas con que se inicia la obra, la conquista de Desdémona y la nominación en el flamante cargo de general en jefe de las fuerzas venecianas para ir a oponerse a la armada turca, sólo se han basado en sus propios testimonios. Otelo no ha conquistado ni su nuevo puesto ni a su nueva dama con más artes que la elocuencia.

Así parte la obra. De ahí la acción se traslada a Chipre – la zona en litigio – a donde llega Otelo ya casado con su trofeo femenino y ya victorioso contra las huestes turcas. Sólo que ni para la victoria nupcial ni para la bélica ha debido desenfundar sable alguno ni disparar una sola salva. Para qué hablar de encuentros cuerpo a cuerpo. A la flota turca la han derrotado el mar y el viento, y los recién desposados no han compartido aún alcoba. Ni camarote, pues a Desdémona la han traído a Chipre en otro barco.

Como no han compartido aún alcoba, puede el maligno Yago comenzar a tender la trampa que acabará con ambos. Como su estratagema es difamatoria, para funcionar depende de que Otelo no llegue a conocer íntimamente a su mujer. Si llegase a conocerla, la difamación de que la veneciana ha conocido a otros sería imposible, por haberla ya medido el moro con su propia vara y tener delante suyo la prueba irrefutable despejadora de toda duda.

Por más que Yago urda una vertiginosa seguidilla de maniobras para distraerlo de su íntimo rito inaugural, igual tiene Otelo suficientes ocasiones de consumar el matrimonio. Más de una vez lo vemos, tras las interrupciones, volver llevarse a Desdémona para – como él mismo dice – «cosechar del amor sus frutos». ¿Y cuánto tiempo puede necesitar un cristiano para cortar la primera fruta de esas? Por más que prolongasen el «foreplay» y por más veloz que sea Yago en el despliegue de sus artimañas (y de serlo lo es – la celeridad es una virtud universal de los villanos de Shakespeare), igual es imposible que no le hubiera quedado al general mauritano tiempo para partir su primer fruto.

¡Pero no lo hace! Y luego, mientras se desarrolla la larguísima y terrible secuencia de la difamación de Desdémona por parte de Yago (para mí una de las más extraordinarias de Shakespeare), vuelve a tener tiempo de sobra para dejar al difamador hablando solo, e irse a comprobar el cuento en el tálamo nupcial. ¡Pero no va, y se queda! Y en vez de ir a buscar la prueba él mismo en la carne y hueso de su amada, le exige a Yago darle pruebas de segunda mano, testimoniales!

Y a Yago qué le han dicho. Así se va enredando Otelo más y más en la trama del malo más malo de Shakespeare. Y aquél, que partió cauteloso con sus primeras insinuaciones, al irse dando cuenta de que el magrebí dispone más de oídos para atender a infamias que de líbido para atender a la mujer, va perdiendo inhibiciones hasta terminar apabullando a su auditor con una tan desorbitada orgía de calumnias de alcoba, que evidentemente lo hace ya sólo por torcer más y más la palanca del potro de tormentos, y gozarse a concho cada gota de daño que está exprimiendo. Yago los consigue destruir por no haber ellos llegado a consumar su amor. Gracias al platonismo de su relación.

¿Por qué reservo para Yago el epíteto del «malo más malo de Shakespeare»?

Hay muchos malos en el poeta, una plétora de ellos. Los hay culpables de mayores infamias – como Iachimo en Cimbelino, Proteo en Dos gentilhombres de Verona o Edmundo en El rey Lear. Los hay más repugnantes y despreciables, como Aquiles en Troilo y Crésida y Antioco en Pericles príncipe de Tiro. Los hay capaces de atrocidades incomparablemente mayores, a otra escala, como Macbeth y Ricardo Tercero en las obras del mismo nombre. Y están también (tal vez estos sean los que más revuelven el estómago) los malos poderosos, exitosos, salidos con la suya y devenidos reyes e instaladores de nuevas dinastías, como Bolingbroke en Ricardo Segundo, o si acaso caídos en desgracia, igualmente beneficiarios de tremendos y a todas luces tremendamente injustos «perdonazos» (como Angelo en Medida por Medida).

Pero hay una diferencia esencial entre todos ellos y Yago. Y es que Yago calza con ajuste perfecto en lo que Hannah Arendt llamó – por referencia al nazismo – «la banalidad del mal». Detrás de todos los otros malos hay una lógica que, si no explica, por lo menos da un contexto, o un cuento, a su maldad: la ambición, el poder, la venganza, la lujuria, la estupidez, etc… Puede haber también en muchos de ellos algún ascua de conciencia (o más de alguna) que en cierta ínfima cuota los redime (como al mismo Claudio en Hamlet). Y en los que no haya tal, puede haber en su lugar alguna traza de grandeza, como por ejemplo un coraje sobrehumano (Macbeth) o una pasión desenfrenada (Angelo), facetas que nos fuercen a empatizar con ellos de algún modo, a pesar nuestro y todo (ésta es otra magia de Shakespeare). En fin, hay en todos ellos aristas, recovecos y contornos.

Pero en Yago no hay nada de nada de todo eso. Sólo la plana vacuidad de un mal sin forma. Y si eso me recuerda a Hannah Arendt, es porque para enloquecer de celos al pobre moro, junto con descansar en esa ausencia de líbido en su relación con Desdémona que le impide obtener la prueba empírica de su castidad, Yago también le hace a Otelo oblicuas alusiones a su condición racial, insinuando que por eso le sería imposible sujetar jamás a una mujer de raza blanca.

Chipre sigue letalmente dividido hasta hoy entre turcos y cristianos. La contemporaneidad de Shakespeare.