Monserrat y Enzo Cozzi enseñan el Mahabharata

Los niños como maestros. Mi nieta Monserrat y el Manto del Experto

Un anochecer de noviembre de 2013, Jorge «Miya» Milla me intercepta a la salida de una reunión de La Akademia. Con los ojos destellándole como dos felinas ascuas en la semi oscuridad, me dice algo del tenor siguiente:

«Enzo, para que lo que hagamos con esta gente realmente remezca a concho las miradas y reviente el pensar educativo, debemos poner a los niños de maestros. No queda otra…»

Con «esta gente» alude a la Facultad de Educación de la Universidad Mayor, cuyo decano Cornelio Westernenk, con Julio Zuleta y Edmund Grasty de sus programas de postgrado, han invitado a nuestro team, los «Akadémicos», a aportar a un ambicioso proyecto de transformar la manera de pensar la educación. En la reunión recién terminada los Akadémicos hemos decidido aceptar el desafío.

Yo reacciono con entusiasmo. Me vuelven a la memoria mis años de clases de Teatro y Rito en la Educación en Inglaterra, donde explorábamos, entre otras cosas, un hermoso método de la educadora Dorothy Heathcote llamado «El Manto del Experto«. Su premisa es muy sencilla: confía a los niños, usando resortes teatrales, el papel o estatus de «expertos» y, traspasando la barrera entre ficción y realidad, se convertirán en tales, y podrán guiar y enseñar a sus propios compañeros. Así que es una vieja conocida mía esa provocativa noción de tratar a los niños como maestros y expertos. Tanto yo como varias generaciones de mis estudiantes la hemos puesto a prueba en distintas circunstancias, con inspiradores resultados.

Por ejemplo, un par de valerosas alumnas hace unos quince años atrás hicieron su práctica en una cárcel de menores en Feltham («Feltham Young Offenders Institution»), donde se atrevieron a darle a uno de los muchachos internos nada menos que el rol de «director» en la obra de Sam Shepard True West, para que dirigiera ensayos diarios entre las visitas de mis alumnas, que sólo podían visitarlos dos veces por semana. El adolescente tomó su papel tan en serio, disciplinó y les sacó tal trote a sus compañeros, que el resultado fue lejos el más hipnótico montaje de True West que ni yo ni mis otros colegas que acudieron al estreno habíamos visto jamás. Vivimos dos horas feroces y cortantes como una navaja, con las fronteras entre arte y realidad desvaneciéndose delante de nuestros ojos. Y el muchacho en cuestión no sólo dirigió de verdad la obra, sino además jugó el papel protagónico con una fuerza y verosimilitud que erizaba los pelos.

En otra ocasión, acá en Chile esta vez, un inspector general de una escuela municipalizada en Maipú se la jugó, saliéndose incluso del marco «teatral» para poner a un alumno «problema» en un estatus de especial dignidad, y no dentro de una ficción dramática sino en la propia realidad escolar. Tras haber participado por un par de meses en un taller donde exploramos ideas tomadas del teatro y de la ritualidad popular para enfrentar problemas de conducta y disciplina, un buen día intervino públicamente y a viva voz en el patio del establecimiento diciéndole al alumno, de quien se sospechaba de hurto, que contrariamente a la opinión de todos sus colegas, él (el inspector) estaba seguro de que él (el alumno) era una persona en la que se podía plenamente confiar y que para demostrarlo le iba a confiar las llaves de su oficina para que se las cuidara. El resultado fue un cambio de conducta para mejor tan radical en el muchacho, que dejó a toda la escuela asombrada.

Así con el «Manto del Experto» y la oportunidad que sentí entonces que Miya me ofrecía, de volver a explorar esos cauces tan fascinantes como provocativos, sólo que ahora no en solitario sino en equipo y en un ambiente social mucho más receptivo que hace diez o doce años atrás a este tipo de búsquedas y provocaciones en educación.

Pero hay más. Percibo claramente entonces que lo que me propone Miya esa noche acerca de tratar a los niños como maestros también me podría ayudar a algo más. Esto es a poner a prueba una vieja intuición mía. Se la comunico a Miya, abreviadamente: los creadores originales del lenguaje y de la estructura lógica del pensamiento, los instaladores de prácticas cruciales como la inferencia, la clasificación y la imaginación, etc… en los albores del tiempo, no pueden haber tenido más edad que la de aquellos miembros de nuestra especie que hoy clasificamos como «niños»: incipientes Homos sapiens no mayores de unos diez a doce años, a todo reventar; quizá mucho, mucho menores: tres o cuatro.

Corolario: si tuviera algo de razón con aquella intuición, entonces ellos, los «niños», tendrían que haber sido los primeros y originales maestros de nuestra especie… Y la fundación, en momentos posteriores del tiempo, de las instituciones del «adulto maestro», y después de la «educación» y de la «escuela», no habría sido otra cosa que momentos de la historia de una (por momentos subrepticia y paulatina, por momentos violenta y cataclísmica) usurpación y suplantación. Un despojo equivalente, tal vez, en su magnitud y consecuencias para la humanidad, a la histórica sustitución del matriarcado por el patriarcado.

¿De dónde me habrá venido tal idea? No recuerdo. He llegado a ella atando cabos dispersos en años de cavilaciones. Cosas como las habilidades linguísticas de nuestra especie, que llegan a su apogeo tan tempranamente y ya empiezan a apagarse pasados los ocho a diez años; o la expectativa de vida de nuestra especie en el paleolítico, que era de no más de dieciocho a veinte años; o el lenguaje de sordomudos de Nicaragua, que fuera creado de la nada en cosa de seis meses por un grupo de niños sordos en un orfanato, y que hasta el día de hoy son los propios niños sordomudos de ese país quienes enseñan a enseñarlo, sin que ningún adulto pueda emularlos en los aspectos más sutiles y refinados de esa tarea…

O quizá me haya venido de una sola fuente, como el Rousseau del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, la parte donde dice, al pasar y mientras está hablando de otra cosa, algo como: «ah, y obviamente el lenguaje lo tienen que haber creado los niños, para darle a entender sus necesidades a sus madres…» Si bien no recuerdo si aquello lo leí antes o después de mis otras cavilaciones, de lo que sí no queda duda es que la intuición original se la debemos a Rousseau…

(¡Qué legado que dejó a la humanidad el monstruo ese, y sólo contando sus dichos al pasar! Sin ir más lejos, un par de párrafos de su famoso Emile, le sugieren nada menos que al propio Kant la tesis central de su Crítica de la razón pura: que la experiencia es esclava de la intuición… Ya volveré a Kant en un próximo posteo sobre este mismo tema, a propósito del arte de preguntar…)

Experimentos en la línea que propone Miya, entonces, podrían ayudarnos a re-imaginar cómo podrían operar ciertas prácticas educacionales que quisieran devolver a los niños ese poder y autoridad ancestrales que mi rousseauiana intuición les sospecha, en toda su potestad.

Le digo a Miya que cuente conmigo, y que desde ya me gustaría invitar a mi nieta Monserrat, de nueve años, al experimento de poner a los niños como maestros. Y le cuento, a manera de presentación, una de sus últimas anécdotas:

La invité hace un tiempo atrás a presenciar un curso taller (para gente grande) de lecturas guiadas del clásico hindú Mahabharata que conduzco de cuando en cuando, porque iba a contar varias historias del libro, algunas de las cuales ella ya conocía y yo sabía que le gustaban. Sabía que disfrutaría escuchándolas, aunque los temas que surgieran de ellas en la sesión le quedaran grandes (¡Ja! ya iba Monserrat a bajarle el moño a ese delirio de grandeza…)

La cosa es que la invité por un ratito, a escuchar un par de narraciones, pero se quedó el día entero, sin aflojar en ningún momento su atención, ni siquiera cuando discutíamos temas como libre albedrío versus determinismo, Karma y causalidad, etc…

No sólo eso. En un momento dado, tras contar yo una de las historias, una participante me pregunta: «¿Y para qué nos sirve conocer esa historia a nosotros hoy?»

¡Puchas que me cuesta contestar ese tipo de preguntas! Porque sinceramente no tengo una respuesta. ¿Para qué sirve mirar Vincents Van Goghs, escuchar Violetas Parras, leer Césares Vallejos? Así que suelo hacerles el quite y devolvérselas «de taquito» a los propios participantes: «Mmmmm, buena pregunta ¿qué piensan los demás…?»

Pero esa vez no alcancé ni a amagar siquiera. Sin darme tiempo a nada, desde detrás mío surgió la voz de Monserrat contestando con increíble desplante:

«Bueno, para aprender a pensar mejor lo que vamos a hacer, antes de hacerlo…»

¿Qué les parece mi nieta? En esa condensada cápsula de saber lanzada como al desgaire estaba comprimida la doctrina del Karma, enterita, toda. Monserrat aún no cumple diez años pero ya ha demostrado ser capaz, aún rodeada de «cultivados» adultos, de ponerse, en plenitud, en serio y no en la ficción, el Manto del Experto. Más aún, ¡de expropiármelo! para ponérselo espontáneamente, sin que ni yo ni nadie se lo adjudicara. ¡Y para vestirlo con qué prestancia y donaire!

En fin, un botón de muestra del vasto potencial de esa sugerencia de Miya de poner a los niños como maestros, lo que además, según la intuición mía heredada de Rousseau, no haría otra cosa que buscar devolverles y reconocerles un rol inmemorial…

Miya se impresionó lo suficiente con la anécdota como para llamarme después, cerca de Navidad, pues quería darle a la niña de regalo un hermoso libro sobre zoologías fantásticas, que nos hizo reir mucho tanto a mí como a Monserrat. En el siguiente video se los puede ver entregando y recibiendo el regalo. Mas, como verán en un próximo posteo, esta historia con sus provocaciones no termina allí, queda quizá la mejor parte por contar todavía. Continuará…

(En la imagen de la portada aparecen Monserrat Cozzi y Enzo Cozzi durante el curso taller del Mahabharata, Octubre de 2013)

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