Esta mañana a las 7 AM Rebecca, una de nuestras nietas inglesas que llegaron recién a vernos para las fiestas, tras haberme expulsado del baño, bueno porque "I need it Tata, sorry" (por cierto yo me aprontaba ahí a sentarme a leer un libro que me acaban de regalar sobre el matriarcado en China... ¡plop! ¡Pero esa parte es sólo coincidencia!Guiño) va donde Sylvia y, tras despertarla, apuntando al cuadro de Maria Luisa Vidaurre a nuestra cabecera, le pregunta: "Abuelita, ¿qué llevan dentro de las cajas...?" Sylvia, todavía medio dormida, le contesta. "No sé... ¿qué podrían llevar...?" Y Rebecca, llevándose la mano a la boca y alzando la vista al cielo, empieza: "Mmmm.... I think..." ("Yo pienso..." ¡Yo pienso! pensamiento en estado naciente... pensamiento germinal... mi otra volada) Y de ahí siguió una larga conversación entre nieta y abuela sobre los posibles contenidos de las cajas, como comida para los loros, otras necesidades esenciales para los viajes, etc... etc...

Las preguntas sin respuesta de Rebecca – otro ejemplo de niños como maestros

En mi posteo anterior cuento el desafío que me lanzara mi buen amigo akadémico Jorge «Miya» Milla, de convertir a los niños en nuestros maestros si de verdad queremos subvertir, pero en serio y a concho, el paradigma educacional vigente (que en nuestra modestísima opinión hoy en día todos, pero todos, comparten, desde nuestros anarco-sindicalistas hasta los primo-de-riveristas).

Allí también cuento la anécdota de mi nieta de nueve años, Monserrat, quien durante uno de mis cursos me escamoteara el «Manto del experto«, para darle a una cierta difícil pregunta que alguien me hiciera una respuesta definitiva y total, de esas que hacen lloviznar vaguadas de humildad sobre cualquiera que se las esté dando de profesor o maestro.

Sin embargo, no ha de haber quedado Miya completamente satisfecho con la anécdota, pues en ella sólo figuraba Monserrat como una niña autora de respuestas. Sapienciales e inteligentes como ellas solas, concedido, pero sólo respuestas al fin y al cabo. Y al parecer este Miya (que se las trae) ansiaba ir más lejos con aquello de los niños como maestros, a la propia sementera donde brotan las preguntas. Lo digo porque al cabo de unos días nos llegó el siguiente email:

«Apreciados akadémicos, en la convicción que hemos pérdido la capacidad de preguntar, y que nuestro modelo educacional privilegia las respuestas y no las preguntas, trabajo en la dirección que el post-grado con la Universidad Mayor, genere espacios para re-aprender a hacerse preguntas, en todos los dominios de la existencia. Un siete o una A para la mejor pregunta, que por supuesto, no se responde, se deja ahí, planteada…

¿Y adivinen quienes son los maestros en el arte de preguntar? ¡Acertaste Enzo…! ¡los niños…! ¿quienes otros…? Aún tienen el asombro y la pregunta a la mano.

Abrazos

Jorge»

Da la «casualidad» (va entre comillas porque hay quienes piensan, y no pensadores light precisamente, que la casualidad no existe pues todo es interdependiente) que por esos mismos días Andrea Brandes – otra akadémica – y yo estábamos pelando cable con la Crítica de la razón pura de Kant, y esa es la razón por la cual mencionaba esa (bien poco leída) obra cumbre de la filosofía occidental en mi posteo sobre Monserrat. Entre los cables que pelábamos, ninguno más electrizante que aquél en que Kant se refiere al peculiar destino de la razón humana, de no poder dejar de hacernos preguntas sin respuesta. ¡Qué cuantiosos voltios mentales nos inyectaba en cada descarga!

Hemos pasado fascinadas horas con Andrea prendiendo luminarias mentales con el voltaje de esas preguntas sin respuesta. Las hay de distinta índole, y Kant menciona algunas: preguntas cuya exploración exige capacidades de las que la razón carece, o preguntas que sólo pueden responderse a costa de generar interminablmente preguntas nuevas (como las preguntas que hacen los niños).

Nosotros hemos encontrado algunas índoles más, pero sobre todo hemos hallado que lo que nos motiva más que todo es la idea en sí misma de proponerse preguntas sin respuesta. Es más, nos hemos dado cuenta de que toda genuina pregunta, es decir nacida de un verdadero acto de pensamiento, al nacer es, tiene que ser todavía, una pregunta sin respuesta. Y sólo la historia dirá si halla su respuesta altiro, en unas horas, unos días, un par de añitos, en unos cuantos siglos o nunca jamás.

(Por ejemplo, hace unos días salió en el diario que Stephen Hawking ha negado recientemente que existan los agujeros negros después de todo, dejando bastante «plop» a la comunidad científica… o sea que la pregunta aquella seguiría abierta, y es justamente esa dificultad en responderla lo que la hace tan genuina como pregunta y así de apasionante…)

Pues bien, si he sacado a colación a Kant aquí, con sus famosas preguntas sin respuesta, es porque al final del mentado email, «el gato» Miya (quien, aseguran, puede ver en cualquier oscuridad, pero no siempre cae parado, como dan testimonio su buen par de quebrados cascos de «cletero») nos adjunta una larga lista de preguntas «acerca de la relación con un otro(a).» Cito las tres primeras:

«Me pregunto si en mi relación, estoy:
– ¿Mirando desde el agradecimiento, por todo aquello que he recibido?
– ¿Entregando respeto, porque acepto al otro(a) como un legítimo otro(a)?
– ¿Instalado en la queja, exigiendo cosas que nunca pedí?»
– Etc…

Y sucede que, intoxicados por la meditación kantiana, ni a Andrea ni a mí nos prendieron muchas luces las preguntas de Miya. Más bien las apagaron, pues las hallamos preguntas de una especie cortocircuitante, que en el cortocircuito agotan todo su voltaje. Eso porque ya tienen respuesta, además una sola, y por último esa única respuesta ya se la sabe, pues está implícita en la pregunta. Nos parecieron exhortaciones más que preguntas. Y por otra parte no eran del tipo de preguntas que sean dados a hacerse los niños. En fin, materia para seguir sacándonos chispas con Miya, y que es lo que hace tan exhilarante, provocativo, participar en nuestra comunidad akadémica con «K» de kilowatt…

Mas a esas alturas todavía faltaba lo mejor. Para seguir con las «coincidencias» o sincronicidades, a la mañana siguiente de llegarnos el email de Miya, me sucedió lo siguiente:

A las 7 AM otra de mis nietas, Rebecca, de 4 años, una de mis nietas inglesas que llegaron a vernos para las fiestas de fin de año, tras haberme expulsado del baño, bueno porque «I need it Tata, sorry» (por cierto yo me aprontaba ahí a sentarme a leer un libro que me acababan de regalar sobre el matriarcado… ¡plop! Pero esa parte es otra «coincidencia» Guiño) va donde Sylvia, mi esposa, y, tras despertarla, apuntando al cuadro de Maria Luisa Vidaurre a nuestra cabecera, le pregunta (en inglés):

«Abuelita, ¿qué llevan dentro de las cajas…?»

Sylvia, todavía medio dormida, le contesta: «Estee, no sé… ¿qué podrían llevar…?» Ni Sylvia ni yo nos habríamos hecho jamás esa pregunta…

Entonces Rebecca, llevándose la mano a la boca y alzando la vista al cielo, empieza: «Mmmm…. I think…» («Yo pienso…» ¡Yo pienso! Pensamiento en estado naciente… pensamiento germinal…)

Y de ahí siguió una larga conversación entre nieta y abuela sobre los posibles contenidos de las cajas, tales como comida para los loros, otras necesidades esenciales para los viajes, etc… etc…

Aquella espontánea (y decisiva, si lo pensamos) lección de Rebecca sobre el arte de volver a mirar, y sobre todo aquél de hacer preguntas, volvió (para mí, al menos… para Miya no sé) a darle nítida dirección al tema de los niños como maestros. ¡Y de qué manera! Porque la pregunta de Rebecca fue claramente un ejemplo de pregunta sin respuesta, en el sentido de no tener una, sino muchas, y en realidad infinitas respuestas. Un festín para cualquier mente seducida por la atracción de la incógnita y la exquisita tentación de explorar mundos posibles, nuevos y sugerentes.

Rebecca con Sylvia y las cajas de Maria Luisa Vidaurre
Mi nieta Rebecca con Sylvia y las cajas de Ma. Luisa Vidaurre

3 comentarios sobre “Las preguntas sin respuesta de Rebecca – otro ejemplo de niños como maestros”

  1. Concuerdo plenamente. Los niños son los verdaderos maestros. No sólo porque son incansables con las preguntas, sino porque también poseen la sabiduría de la simplicidad.

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