Sobrevida del más afortunado (survival of the luckiest) – un motivo en Shakespeare Antonio y Cleopatra

Antonio y Cleopatra por Andrea Casali
Antonio y Cleopatra por Andrea Casali

Romeo y Julieta es la más famosa tragedia de amor Shakespeariana. Concedido. Pero no es la única. Hay otras dos que se le acercan en estatura – si es que una de ellas, por un pelo, no la alcanza. Son Antonio y Cleopatra y Otelo el moro de Venecia.

Hay una diferencia fundamental entre estas últimas y la primera.

Una es un drama de amor adolescente, sus trágicos héroes son dos niños apenas saliendo de la pubertad. El está en plena «edad del pavo», mohíno, melancólico y bueno para meterse en roscas. Y a ella su madre, que ya quiere casarla, le aumenta la edad a «catorce» para hacerle la torta nupcial más digerible.

Las otras dos, en cambio, son fábulas de amores viejos, tardíos, de amantes maduros flechados por bostezantes Cupidos disparando vespertinos flechazos contra el hastío.

No todos, eso sí. En la tragedia del moro él habrá de tener por ahí por el doble de la edad de su amada. Pero igual la conquista, claro que no con la fogosidad de su piel ni el ardor de su sangre, sino contándole cuentos, embolinándole el alma con historias de su vida y vicisitudes. Allí donde una joven de saludables hormonas se hubiera aburrido con las latas de su mayor, una asexuada Desdémona se prenda de su experiencia y su mundo, y decide seguirlo en sus aventuras. Hacia su perdición. Lúgubre destino que se sustenta justamente, como mostraré en otra viñeta, en la ausencia de erotismo en la relación, detalle crucial que no pasa desapercibido (pues lo usa para sus fines) al monstruo que urde la destrucción de la pareja, por darse el gusto de destruirlos no más.

En la famosa tragedia de tema egipcio-romano, en cambio, tal como los muestra la pintura de Casali, ambos amantes son viejos, maduros. El ha de ser entre cuarentón y cincuentón, ya curtido en todo tipo de lides, políticas, militares y amatorias. Y tremendamente exitoso en todas ellas. Al comenzar la tragedia es dueño de un tercio del mundo, y a poco andar se casa (y no con ella) ya en segundas nupcias. Ella, por su parte, andará entre los treinta y cuarenta, y con no menor cancha que él en el mismo tipo de lides, sobre todo las últimas, habiendo cedido antes su lecho a otros aún más poderosos que Antonio.

Sin embargo, no por maduros es menos incendiaria su pasión. Me quedo corto: abrumadora y descomedida. Ya en la primerísima escena en la alcoba de la reina egipcia, rebalsa Antonio su arrebatado corazón por el tablado del mundo ante un mensajero que trae noticias de Roma, con las famosas líneas:

«Que se derrita Roma en el Tíber y se venga abajo
el ancho arco que abarca el imperio. Aquí mi lugar.
Los reinos son arcilla, el estiércol de esta tierra igual
nutre a la bestia que al hombre. La nobleza de la vida
es hacer así…  (abraza y besa a Cleopatra).»

Hay dos simetrías y una asimetría entre Antonio y Cleopatra y Romeo y Julieta, que a mí me han sugerido leer ambas creaciones como dos insistencias en un mismo tema, pero una desde la óptica de la adolescencia y otra desde aquella de la madurez.

La primera simetría: en ambas tragedias el desenlace mortal es desencadenado por la misma estratagema de simulación de la muerte. No son los únicos dramas en que Shakespeare la usa, es un motivo recurrente en su teatro, sólo que en estas dos solas instancias funciona muy mal y se dispara por la culata. En desesperadas maniobras por aferrarse a sus hombres, ambas amantes, la núbil y la versada, Julieta en su cripta y Cleopatra en su monumento, simulan la muerte. Y creyéndolas efectivamente muertas, sus respectivos amores, el quinceañero y el veterano, se autoinmolan y expiran en sus faldas, gesto que ellas replican, pero muriendo de verdad esta vez.

La segunda simetría: ambas tragedias se dan en mundos políticamente fracturados: Verona entre sus dos más poderosas familias, Capuletos y Montescos; Roma entre Octavio César y Marco Antonio, fuerte el primero en Italia y en las tierras de ultramar el segundo. Está también la candidatura al poder de Pompeyo, pero como éste sólo es dueño del mar, su aspiración carece de «piso» y se le diluye en sus propios líquidos dominios, evento dramatizado en una de las escenas más sucintamente asombrosas de este poeta que hizo de la conjunción de la brevedad con la sorpresa su marca registrada.

La escena ocurre en el puente del barco de Pompeyo, quien ha invitado a sus rivales a sellar a bordo, con un banquete, un precario pacto de no agresión que acaban de acordar. Mientras aquellos comen y beben, el lugarteniente de Pompeyo lo lleva a un costado, y con las palabras: «¿Serás señor del mundo?» le ofrece asesinarlos a todos. A lo que Pompeyo contesta:

                                        «¡Ah, debiste haberlo hecho
y no haber hablado de ello! En mi sería infamia;
en tí habría sido buen servicio. Has de saber
que no es mi lucro lo que dirige a mi honor
sino mi honor a aquél. Arrepiente a tu lengua
de haber así traicionado tu acto; consumado sin yo saberlo
lo habría después hallado bien hecho;
mas ahora debo condenarlo. Desiste, y bebe.»

La escena total es apasionante, pues Pompeyo, que la veía venir, ya ha resistido dos sucesivos intentos de Menas (su lugarteniente) de llevarlo a un costado durante el banquete, dándole así tiempo para hacerlo en vez de decirlo. Pero al obtuso proyecto de esbirro no le cae nunca la teja, y de ese modo se sella el destino de las ambiciones de su jefe, pues, tal como Menas remata:

«El que busca y no coge al ofrecérsele
nunca más lo vuelve a encontrar.»

Un adivino, en cambio, sella el destino de las ambiciones de Antonio. Igual como las de Macbeth, pero en un tablado distinto, donde no hay brujas ni conjuros ni pócimas, sino un veredicto tan llano como preciso. Recién comienza el segundo acto (de cinco). Antonio está a pesar suyo de vuelta en Roma, casándose por conveniencia política con la hermana de Octavio César, cuando le consulta al adivino qué fortunas ascenderán más alto, si las suyas o las de César. «Las de César«, le determina el adivino, por la sencilla razón de que César tiene más suerte que él.

«Cualquiera sea el juego al que juegues con él
con certeza vas a perder. Por naturaleza, su suerte
te derrota contra todas las probabilidades. «

Antonio de inmediato decide arrojar la esponja en el ring del poder, para jugarse todos sus golpes restantes en el único cuadrilátero en que aún se siente amo y señor: la cama.

                                                «Sea por arte o casualidad
ha dicho verdad. Los propios dados le obedecen;
y en nuestros certámenes mi mejor astucia desmaya
bajo su azar. Si hacemos sorteo, me deja perdido;
sus gallos sin inmutarse derrotan a los míos
si es todo o nada, y sus aves de carrera le ganan
a las mías, de patas atadas y dando ventaja.
Volveré a Egipto.
Aunque hice este matrimonio para mi paz
en el Oriente yace mi goce.»

Goce que, sin embargo, no puede durar. Tal como Paris, su derrotado rival por Julieta, sigue a Romeo hasta la propia tumba donde yace ‘muerta’ su adorada, Octavio César, aún vencedor y no vencido como en la otra tragedia, tampoco da tregua. Persigue a Antonio hasta Egipto. Va en busca del triunfo total y el trofeo mayor: Cleopatra.

Y Octavio César no es Paris. El veronés es un púber infeliz, con una suerte de perros en el amor y con más testosterona que juicio. El romano es un adulto joven, inteligente como él solo, nada menos que el tipo más poderoso del mundo y con una suerte acorde con su meteórica escalada.

Aquí viene la asimetría entre estas dos cumbres de la imaginación trágica alrededor de la pasión amorosa. Allí donde Romeo (a pesar suyo, pues es él quien, creyendo muerta a Julieta, quiere morir) termina ultimando a su empecinado rival, Antonio no puede contar con un desenlace parecido. Porque al contrario del juvenil Romeo, no sólo está viejo, sino que el adivino ha sido terminante. Hay entre ambos un desequilibrio de suertes, donde Marco Antonio lleva las de perder con Octavio César, sea al juego que sea.

La perspectiva de perder ahora en el amor como ya perdió en la guerra, le es claramente insoportable. Así que cuando le anuncian la muerte fingida de Cleopatra, él protesta que con eso ella «le ha robado su espada» (pues él ya había decidido matarla por «traidora«), y se apuñala sin más ni más a sí mismo, sin molestarse en verificar la mala nueva siquiera. Es que igual ya de antemano la daba por perdida, y ganada por César.

Díganme si la victoria final de Octavio César no es un caso de sobrevida, no del más fuerte, sino del más suertudo. Survival of the luckiest. Vemos en operación algo así como un mecanismo de «selección sobrenatural», que da mucho paño para cavilar. Y que, tal como tantos otros temas de nuestra contemporaneidad, fue Shakespeare, el «chico Pedro», quién lo trajo sobre el tapete, al ponerlo de bisagra poética de una de sus creaciones inolvidables.