En la ruta china de la seda, 4 de junio de 2011: réquiem por la antigua Kashgar y el silencio de los uygures

Los uygures son el pueblo nativo de Xinjiang y sobre todo de la cuenca del río Tarim. Hoy en dia, como ya lo eran en los tiempos de Marco Polo, son todos musulmanes. Pero antes eso habian sido casi universalmente budistas, algunos Mahayana y otros Hinayana. Antes de eso la vasta región fue albergue de un extraordinario palimpsesto cultural: budismo, cristianismo maniqueo y nestoriano, y shamanismo mongoliano.

En los dos días y medio que estuve en Kashgar, casi no me dirigieron la palabra. No era hostilidad, ni timidez, ni orgullo, creo, pues había amabilidad y pureza en sus ademanes y miradas.

Era otra cosa. Era silencio. Mudez pura como la de esos cerros solos que los rodean, con sus tumbas y sus huesos. Silencio como el de sus oraciones a las horas de mirar hacia La Meca, cuando la ciudad se inclina y calla. En silencio me atendían y en silencio me hacían su ademán de adiós, desde tenderos y taxistas hasta garzonas y vendedores de comida.

Me llamó la atención ese silencio. Impresión que a poco andar por sus calles (Kashgar es una ciudad pequeña, fácilmente andable) se me fue volviendo desasosiego. Y el desasosiego pena, una pena que no me abandona todavía, mientras escribo esto ya a 600 km de distancia, en un vagón de segunda clase en el tren a Kuqa, al norte del desierto Taklamakan (a dónde voy a ver más arte budista de cavernas).

Kashgar es la ciudad china situada en su oeste mas extremo. Es fronteriza con Pakistán, Afganistán y Kirgistán y paso obligado de todas las caravanas que antes hacían la Ruta de la Seda Sur (la ruta Norte entraba mil kilometros mas arriba). Es la ciudad por donde entró al territorio de la actual China Marco Polo. Entonces halló que sus habitantes eran musulmanes y súbditos del Gran Khan.

Durante mi viaje a Dunhuang por bus hace unos días atrás había visto un sinnúmero de camiones transportando maquinaria pesada, grúas y retroexcavadoras con su pintura todavía fresca, en dirección noroeste, hacia Xinjiang. Y me preguntaba hacia donde irían, a construir qué estructuras y mover qué tierras en los rincones más remotos de lo que antes fue un imperio y es ahora una república que no ha olvidado del todo su pasado imperial.

Y ahora, caminando y sintiéndome cada vez mas lóbrego por las calles de Kashgar, se me trasparenta por lo menos una misión para esa maquinaria: derrumbar el antiguo Kashgar y traerlo de un sólo formidable tirón a la modernidad. Y una modernidad bajo cánones chinos, de calles anchas y bloques rectangulares de departamentos.

La guía Lonely Planet (nombre congruente con mi ánimo de entonces), fechada 2010, trae un mapa de un Kashgar que ya no existe. O que estaba dejando de existir delante de mis ojos.

Recorrí a lo largo de toda una larga tarde (la hora oficial es la de Beijing, dos mil kilómetros al este, así que a comienzos del verano oscurece allí pasadas las once de la noche) todos los barrios marcados en la guía como «ciudad antigua» y era como estar metido en una sola vasta demolición. Parecía una ciudad recién terremoteada, o bombardeada.

¿Para cobrar quizá venganza de un islam que tras llegar aquí en el siglo 10 DC fue también ultrajando y demoliendo las presencias culturales más antiguas – el budismo sobre todo, que en los siglos anteriores había penetrado hasta las mismas cortes imperiales chinas en Chang’an (actual Xi’an) – hasta que no quedó nada mas allí que las pinturas en las cavernas?

Porque lo que está viniendo a remplazar al Kashgar antiguo es de terminante signo cultural chino. Nada lo ilustra mejor que un nuevo parque construido en lo que debe haber sido otro barrio antiguo, que despliega todos los motivos de paisajismo tradicional chino, desde puentes en zig zag hasta glorietas octagonales. Y lo más extraordinario es que replica terrazas de arrozales. Allí a orillas del desierto Taklamakan, donde no habrá crecido arroz quizá por veinte mil años, quizá mas, quizá nunca.


Acabando ya la tarde, entré a una pequeña tienda de antigüedades, más que nada porque su dependiente fue uno de los pocos uygures que me habló. Abrí al azar un libro ilustrado, ajado y raído como los barrios que acababa de recorrer. Había una foto aérea del Kashgar antiguo en todo su esplendor. El dependiente, un hombre joven, golpeó con sus nudillos dos o tres sectores uno tras otro, repitiendo en mal inglés: «This no more! This no more! This no more! Finish! Destroyed!» («¡Esto no más! ¡Esto no más! ¡Acabado! ¡Destruído!»).

Minutos antes, me había detenido a escuchar a otro hombre joven que estaba tocando el laúd en una tienda de música, en la misma calle. Al rato de verme allí parado, me invitaron con gestos a entrar. Entré y me ofrecieron un asiento cerca del músico y seguí escuchandolo. Después se le sumó otro, tal vez el dueño, con una especie de violín tocado como un cello, apoyado sobre la rodilla. En todo el rato que estuve allí nadie me habló ni una sola palabra. Hablaron entre ellos, me convidaron té y no pusieron objeción a que filmara (al contrario, sentí que mi cámara les despertó el histrionismo y tocaron también para ella). Pero nadie me habló.

No se qué dirán las canciones que filmé. Están en uygur. Mas a mi me sonaron como lamentos por el antiguo Kashgar.