En la ruta china de la seda, 8 de junio 2011: la reina madre de las montañas Kunlun y los durazneros de la inmortalidad

Hotan (Hetian) es un remoto oasis uygur en la ruta de la seda sur, a un día de viaje en bus hacia el sureste de Kashgar. Es famoso por sus jades blancos. Llegué allí tras cruzar medio a medio por el desierto Taklamakan. Por dos dias anduve sus humildes calles, dejándome llevar a donde mis pies quisieran ir. No vi a ningún otro occidental, pero tampoco a muchos chinos Han.

Sin embargo las montañas que lo cobijan son uno de los territorios simbólicos privilegiados de la cultura china. Se trata de las montañas Kunlun, uno los cuatro pilares del mundo según la cosmovision clásica china: el pilar del oeste.

Ya en un libro tan antiguo como el Shanhaijing, Clásico de los mares y las montañas, aparecen estas montañas como el lugar donde habita Xi Wangmu, la Reina Madre del Oeste, la deidad femenina más importante de la cultura autóctona china.

Su rol en el imaginario popular es hasta el día de hoy análogo al de las virgencitas de nuestro propio desierto de Atacama (cuyo nombre no deja de ser eufónico con el nombre «Taklamakan»; estos alcances para mi le abren avenidas al sentido, en un pensamiento de especie germinal que estoy desenhebrando en mi sitio pensamientogerminal.org) como la Chinita de Andacollo, la Virgen de las Peñas de Arica y la Guadalupe de Ayquina.

Xi Wangmu, la Reina Madre del Oeste, representada con colmillos y cola de tigresa en el Shanhaijing
Xi Wangmu, la Reina Madre del Oeste, representada con colmillos y cola de tigresa en el Shanhaijing

El pilar cósmico del oeste representa dos principios aparentemente opuestos, y que se hallan ensamblados de ese modo en una fecunda paradoja: la infancia y la justicia.

La infancia, con su séquito de alegría y juego, porque el adulto muere hacia el oeste, y queda el niño. Y porque el oeste, por analogía con el atardecer, está correlacionado con el otoño y de ahí con los frutos, los granos y la cosecha. Y los niños son todo eso, y además son la inmortalidad , no del organismo sino de la especie, del linaje y de la cultura.

Y la justicia, pues el otoño, al ser la estación de la abundancia, pone en el tapete la necesidad de una distribución justa de lo cosechado, motivo por el cual el oeste está relacionado con el altruismo y la filantropía, concebidos no como una especie de caridad cristiana, sino en el sentido kantiano de un imperativo categórico incrustado desde siempre en la conciencia. Y el oeste, también, por ser la dirección del castigo, concebido como expulsión de la cultura.

Todo ese ensamblaje de evocaciones se decanta en la figura de Xi Wangmu, la Reina Madre del Oeste, que en el libro Shanhaijing que acabo de mencionar, aparece descrita con cuerpo de tigresa, para recalcar sin duda su emblemática naturaleza protectora de todo retoño. Y de esa médula decantará, algunos siglos después del Shanhaijing, la figura protectora por antonomasia de la cultura china: el Tigre Blanco del Oeste. fiera de jade blanco sin duda, y oriunda seguramente de los parajes montañosos al sur de Hotan. Tigre que nació a la historia como tigresa y que yace agazapada al oeste del territorio chino, protegiendo el crisol cultural de sus retoños, pues desde el oeste es que le ha venido a China desde siempre toda nueva ola de penetración cultural.

En el calendario chino, que es a la vez un panteón de espíritus culturales, el mono y la cabra (u oveja) señalan el fin del verano y el comienzo de la estación de la cosecha. Estos dos animales flanquean al trigrama Kun, símbolo supremo de la madre y todo lo relacionado por analogía con lo maternal en su mandala cósmico: el famoso Bagua Houtian, que es la rosa de los vientos dibujada en un octágono donde cada casillero representa un periodo en los ciclos de la naturaleza.

La oveja/cabra, animal relacionado con la fertilidad y las ceremonias nupciales, antecede al trigrama Kun en ese esquema, y le da su carácter maternal. El mono la sucede y representa el fruto, la progenie, con todo lo que aquella tiene de regalona y díscola a la vez.

Aquello queda de manifiesto en otro capitulo inolvidable de la novela del Rey Mono, la que ya he presentado en un anterior posteo. En ese capítulo la Reina Madre del Oeste le encomienda al Rey Mono el cuidado de sus huertas de duraznos de la inmortalidad. Ocasión que el exuberante simio aprovecha, cómo no, para hartarse de duraznos y dormirse las mejores siestas que nadie habrá dormido jamás. Como si fuera poco, va y se cuela en la fiesta anual de los inmortales, dejando afuera a uno ellos, a quien manda a «comprar huevos a otra esquina» mientras él ocupa muy zorongo su lugar.

Todos esos ensambles de signos, como dije, envuelven desde las sagradas montañas Kunlun a Hotan, pequeña ciudad donde comí la mejor pierna de cordero asada de mi vida, en un boliche a la salida de su mercado, servida sobre un pan nan y acompañada de jugo de huesillos, aquellos duraznos secos que por su longevidad añadida al simbolismo que ya traen los duraznos de estos míticos territorios, son el más imborrable signo de la inmortalidad.

Al oeste en la cosmovisión china pertenece el color blanco. Y justamente en el jade blanco de Hotan, que hasta nuestros días lo lavan sus pobladores de los ríos que fluyen desde las montañas Kunlun, se atan todas las hebras simbólicas que he venido aquí explicando, pues el paraíso sobre el cual preside la Reina Madre del Oeste con su cuerpo de tigresa es un paraíso de jade. Y en el caso de Hotan: paraíso de jade blanco, una enorme roca del cual se yergue como símbolo máximo de esa ciudad en el extremo sur de su gigantesca plaza de armas.

En el extremo norte de la misma plaza se alza una no menos monumental estatua de Mao, y es entre esos dos pivotes simbólicos que se debate, creo yo, la China actual: entre su cosmovisión más oriunda y propia, y aquellas que le siguen llegando en sucesivos oleajes desde occidente.