En la ruta china de la seda, 27 de mayo 2011: Con rocinante en la ciudad de los demonios

El legendario monje budista Xuanzang es conocido en toda China por su famoso viaje a la India emprendido en 629 DC. Era todavía joven cuando decidió partir en busca de los originales de las escrituras budistas, que le ayudaran a despejar el desorden que había en la transmisión de los textos a su país, con múltiples versiones y un sinfin de contradicciones entre ellas.

Xuanzang en ruta hacia el oeste, con Marco Polo siguiéndole los pasos detrás suyo, escultura en Jiayuguan, foto de Enzo Cozzi
Xuanzang en ruta hacia el oeste, con Marco Polo siguiéndole los pasos detrás suyo, escultura en Jiayuguan, foto de Enzo Cozzi

La dinastía Tang que entonces gobernaba China había cerrado las fronteras. Fiel al lema, ¡todavía muy actual!, de que en China es mejor estrategia pedir perdón después que pedir permiso antes, Xuanzang hace caso omiso y parte no más. Sin permisos ni salvoconductos. Sigue más o menos la misma ruta que he venido siguiendo yo. Esa ruta lo lleva via Lanzhou y Jiayuguan a recalar en Dunhuang, hasta donde llega sin grandes peripecias, todavía, que contar.

Pero de ahí en adelante la cosa cambia, pues le toca enfrentar el Lop Nor, la lengua más oriental de los desiertos de Gobi por el norte y el Taklamakan por el sur. Este es el paraje más emblemáticamente adverso para la vida de toda China, y está entre los más inhospitalarios de la tierra. Y más hoy en día, cuando el acceso al Lop Nor permanece cerrado desde que se transformara en zona de pruebas nucleares chinas.

El 27 de Mayo avancé 140 kilómetros desde Dunhuang hacia el Lop Nor. Llegué al comienzo de las Yadan o Ciudades de los Demonios, un fenómeno geológico entre bello y espeluznante (si te imaginas andando solo allí) del Lop Nor. Habré llegado no muy lejos, quizá, del paraje donde Xuanzang enfrentara su más difícil prueba.

En mi mente la silueta del monje se dibuja quijotesca contra el fondo de esos lugares. Al partir le espera una inclemente inmensidad y como ha hecho una salida subrepticia, va mal equipado. Peor aún: la primera noche en el desierto despierta de un mal sueño, para ver a su guía blandiendo una navaja encima suyo, con la intención de asesinarlo. Escena idéntica a otra en La Tempestad (Acto 2, escena 1) de Shakespeare, como si un Ariel budista hubiera sido enviado a protegerlo.

Es tal la fuerza espiritual del monje, el aura que proyecta es tan potente, que el rufián huye al toparse con sus ojos. Pero se lleva sus pocos pertrechos y deja al monje solo y mal montado, pues acababa la tarde anterior de cambiarle su caballo a un vejete que se le cruzara en el camino, por un jamelgo tan escuálido que habría puesto vanidoso al propio Rocinante. Y todo porque había soñado que cruzaría el desierto jinete de un animal enjuto y viejo. Las cosas van tan mal, que además se le cae su botija y derrama la poca agua que le queda.

Xuanzang contempla regresar a Dunhuang a reaprovisionarse, pero ha hecho un voto de no volver a mirar al este mientras no sienta el peso de las escrituras en la cesta a sus espaldas. Así que monta su menguada cabalgadura y se interna, sin provisión ninguna, en dirección oeste en el desierto.

Entonces entra en la noche de su espíritu. Lo asolan vientos y lo amedrentan demonios, monstruos y fantasmas mientras va perdiendo fuerzas, hasta que se reconoce perdido sin remedio en ese entorno, que por algo hasta el dia de hoy se llama Yadan – «Ciudad de los Demonios.» Su único baluarte son los sutras que recita, mas un baluarte exiguo, pues si está de viaje, ya lo vimos, es por su desconfianza en la transmisión a China de los mismos.

Finalmente, toca ese fondo de irrestricta desolación que todos los que han recibido llamados como el suyo deben sentir en carne propia, si ha de poder cuajar a través suyo un mensaje con sentido pleno. Xuanzang suelta las riendas del jamelgo, abandona toda búsqueda de un camino y se deja llevar por el animal a donde quiera.

Horas después despierta, montado todavía, con el caballo sorbiendo mansamente el agua de una fuente. !Por eso debía cambiar cabalgadura! Porque su rocinante en versión China tenia una sola virtud, pero decisiva. Tras una vida de esos viajes, se conocía el desierto de memoria. Así pudo Xuanzang seguir su viaje, con el caballo al mando y él obedeciendo, bebiendo cuando el animal bebía y comiendo lo que aquél – a esas alturas su maestro – comía.

A los 20 días, según la crónica, llega finalmente al oasis de Turfan (hoy Tulufan), cuyo rey lo recibe con los brazos abiertos.

Un dato curioso: a principios del siglo 20 el arqueólogo inglés Aurel Stein replicó ese viaje, de a caballo y a tranco de jamelgo, para verificar la verosimilitud de las crónicas. Tardó exactamente 20 días. Y ojalá haya tenido tambien sus no pocas pesadillas mientras transitaba por la Ciudad de los Demonios. Sería de justicia si así hubiera sido, pues él fue el autor del robo más grande de manuscritos y pinturas de Dunhuang.

Varios siglos antes de Xuanzang, Faxian, otro famoso monje budista, había hecho el mismo viaje y había enfrentado condiciones parecidas, y en la misma zona. En este video muestro el lugar y entrego su testimonio:

La verosimilutud de la presencia de «demonios» en esa parte del desierto, como también la de haber podido hallar agua allí el caballo de nuestro monje, la certifica Marco Polo, quién transitó esa ruta en sentido contrario quinientos años después, y nos dice:

La longitud de este desierto es tan grande que dicen que tomaría un año cruzarlo de cabo a cabo. Y por donde yo crucé, su parte más angosta, toma un mes. Es todo cerros y valles de arena, y allí no hay nada que comer: pero tras cabalgar un día y una noche se encuentra agua fresca, suficente tal vez para 50 o 100 hombres y sus bestias, pero no más. Y así se puede ir encontrando agua de la misma forma todo a su través. Hay buena agua hasta en 28 lugares.

Bestias no hay ninguna, pues no tienen nada que comer. Pero se cuenta algo maravilloso de este desierto. Y es que cuando algún viajero se queda atrás por cansancio o sueño, escucha espíritus hablándole, y los supne ser sus compañeros de viaje. A veces hasta lo llaman por su nombre, y así se pierden para siempre. Y muchos han muerto de ese modo. En mi experiencia, hasta de día se escuchan voces de espíritus, y además música de una variedad de instrumentos, y redobles de tambores…»

Como para grabarme a fuego en la conciencia aquellas imágenes de la inclemencia de los parajes éstos, una semana después, cruzando el desierto Taklamakan en coche cama, el bus en un momento disminuye la marcha hasta casi detenerse, pero nunca del todo. ¿Qué veo a mi costado derecho mientras vamos así pasando? Un moderno auto destrozado, todavía humeante, con un boquete feroz en el el parabrisas. Sabiendo lo que eso significa (los chinos no usan cinturón de seguridad; se los ponen sólo para pasar los controles policiales y se los sacan después) estudio el entorno mayor. Y claro, allí al borde de la arena: dos cuerpos cubiertos con ramitas de álamo del desierto (su versión de nuestro tamarugo, único sudario en estos arenales). Uno de ellos pequeñito. En seguida aparece delante de mi ventana una mujer Uygur joven, delgadita, llevándose un pañuelo a los ojos, paradita muy enhiesta y sólo encorvándose suavemente del pecho arriba, cuando le vienen los accesos de llanto. Nadie la reconforta. A su alrededor la gente sólo la mira sufrir. Yo llevo mi cámara en la mano, encendida. Pero no puedo apuntarla con ella. Habría sido llevarme conmigo la muerte justo en su momento más horrible, que es el de cobrar conc iencia recién, recién, de la pérdida irreparable. Para siempre. Y esa no es grata compañía.

Los dejo mejor con panorámicas de la Ciudad de los Demonios. Son todas fotos tomadas por mí. Para disfrutarlas mejor, elige verlas en pantalla completa (usa para ellos las dos flechitas en el rincón inferior derecho de cada foto).
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