Almuerzo y carrozas reales en el centro del mundo

Mediados de mayo 2010. Hemos venido con mi hijo menor, Danilo, hasta Luoyang (洛阳).

Es una ciudad salida de Italo Calvino. Leve y translúcida como un espejismo, levita al atardecer sobre la vasta planicie que fuera cuna de la civilización china. En la bruma, mitad Qi o «vaho de lo vivo» y mitad tos de la tierra (¡polvo de las construcciones, gran conocido nuestro!), haces de edificios a medio construir parecen emerger como cristales del vasto río de difusas riberas.

Ese río es el Luo, y da su nombre a la ciudad: «Luminosidad del Luo». Allí el ¿mítico? ¿histórico? (de todas formas magnífico) emperador Dayu, o «Gran Yu», vió una tortuga con los dígitos del 1 al 9 formando un cuadrado mágico que sumaba 15 en todas direcciones. Ese era el famoso «Luoshu» o Diagrama del río Luo, que Confucio en su vejez, milenios después, se lamentara de ya no ver más en sus sueños – un signo certero de que se le estaban acabando las fuerzas. Ese equilibrio aritmético en la húmeda caparazón cuadriculada que evocaba regadíos y campos de cultivo le sugirió a Dayu el sistema de manejo de la tierra que sacó a China de la prehistoria y equilibró a su agricultura por un par de milenios. Hasta que otro gran personaje, el príncipe Shang, vino a desequilibrarlo todo allí por el año 300 y tantos AC.

Confucio en ruta a Luoyang – dinastía Ming

«La ciudad en el centro del mundo», Luoyang fue el centro geográfico de China, capital imperial durante los Zhou () orientales entre 770 y 221 AC y último bastión de la antigua China ilustrada antes de que la sometieran los Qin (), esos «lobos del oeste» a quienes la «cultura» les daba arcadas, hacían la guerra a torso desnudo y recibían las salvas enemigas con el mismo desdén con que nosotros tratamos a la llovizna.

Ese período de 770 a 221 AC coincide exactamente con la famosa «era axial» de Karl Jaspers – 600 años de inigualada lucidez global que le consagraron a nuestro genus homo su apellido sapiens. Allí la humanidad pensó de un empellón un buen 50% – por lo menos – de todo el pensamiento que ha pensado jamás. Apunta Jaspers que esos breves 600 años nos dieron a Buddha, a las filosofías clásicas hindú, griega y mesopotámica, a los autores del viejo testamento, etc. En China nos dieron a Confucio, Laozi, Chuangzi, Mencio, Zouyan, Xunzi, Hanfei, el propio príncipe Shang… por citar unos pocos más que Jaspers. ¡Por todos lados de la tierra y de una sola plumada!

Después de eso, sólo intermitencias, estrellas fugaces y… poco más. Por milenios. Un silencio del intelecto aquí en la tierra casi tan eterno como aquél del cielo que tanto abrumaba a Pascal.

Sugerente la tesis de Jaspers. Hace algún tiempo, en una comida con ex-compañeros de colegio, uno, Pancho (nacido para atormentar), sostuvo que con Sócrates (y detrás suyo Platón, se entiende) se había completado la filosofía. Todo lo que ha venido después: afrecho, abrojos, astillas, viruta. Fue una hipérbole, una provocación, claro está… mas nunca tanta, hasta por ahí no más, según Jaspers.

Pero divago… Volviendo a Luoyang, y a propósito de comida, era pasado el mediodía y necesitábamos almorzar, pero no hallábamos dónde. Esa China siempre atestada de comensalismo se había replegado allí en una ausencia cabal de lugares para comer. Ni un olorcillo a «stir fry» (carne o verduras salteadas) en el aire siquiera. Como los pies de un «Niño Maravilla» o una «Pulga» súbitamente incapaces de hallar el arco en los estadios sudafricanos, nuestras narices en Luoyang fueron incapaces de olfatear rastro ninguno de la más perfumada gastronomía del mundo. ¡Y eso al mediodía, cuando toda China saca sus cazos y se pone a comer! Algo muy especial cuajaba en el aire…

Pido a un joven transeúnte que nos dirija hacia algún lugar «repleto de buenos locales para comer». Él me sonríe ampliamente, como para atenuar la nota de protesta en mi manera de preguntar. Se lleva la mano a la sien y frunce el ceño en un gesto de pensar que sostiene por un rato interminable, para resolverlo finalmente – con esa gestualidad de ópera china que todos ellos poseen – con el ademán universal de «decisión tomada».

Nos empaca a Danilo y a mí en un taxi, él se sube adelante y lo dirige hacia un suburbio. Quince minutos después nos baja sin dejarnos pagar, y abriendo los brazos nos dice: «¡Mi barrio, repleto de los mejores lugares donde comer!». Cruzamos al frente y entramos en un diminuto y humilde restaurant.

Está vacío, los dueños (este tipo de boliche de barrio es casi universalmente atendido por sus dueños) dormitan pues ya ha pasado la hora de almuerzo. La salita está presidida por un gran afiche «real socialista» de Mao cuidadosamente enmarcado y envidriado. La carta a su vez lleva estampado el perfil de Lin Biao, el niño terrible de la revolución china, caído en desgracia y desaparecido al debut de la revolución cultural, el Marat del oriente, «el nacido para perder» – según su mote oficial que los estudiantes chinos repiten sin que yo jamás me aventure a contradecirlos. Mas esta vez algo en el aire me vuelve osado y muestro mis cartas: «¡Lin Biao! Yo admiro a Lin Biao. Gran hombre.»

Entre caras de asombro (¿de que yo lo reconozca?, ¿de que exprese admiración por él?), el joven que nos llevó allí exclama: «真的马-zhendema? (¿en serio?)». Yo replico enfáticamente: «真的-zhende!»

«¡Entonces ha venido al lugar adecuado!» – exclama, en medio de risas y aprobación general. Y dice al dueño: «¡Sirva a mis amigos el plato más famoso de su restaurant!»

Danilo y yo ese día en Luoyang almorzamos estofado de tapabarriga de cerdo con cebollas. El plato favorito de Mao Zedong, que él llamaba: «comida cerebral». El cerebro de la revolución china se ufanaba de ser más duro que el propio Qin Shi Huang, el primer emperador de la estirpe de los «lobos del oeste» que puso fin a la «era axial» en China y a quién, insinúan las malas lenguas, le habría copiado, con Lin Biao, su manera de deshacerse del mejor de sus colaboradores (y uno de los mayores pensadores de China, el príncipe Hanfei): dejándolo en las fauces de sus enemigos en la corte mientras él pensaba en otra cosa…

Después nuestro anfitrión, tras no dejarnos pagar la cuenta, nos llevó a descansar y beber té a su departamento. No sin antes haber sorteado, con la característica finura y delicadeza de su cultura, las objeciones del guardián de la portería – un anciano con estampa militar y traje de mezclilla a lo Mao – a que estos dos «waiguoren» (extranjeros) ingresaran al edificio.

Ese día perfecto culminó con nuestro espontáneo guía, y proveedor, llevándonos al museo de las carrozas de guerra de los reyes de Zhou. Estas están dispuestas en formación de combate, ‘intactas’ (son fósiles, impresiones en la tierra) detrás de los ‘esqueletos’ de sus caballos, en el propio sitio donde fueron encontradas: una trinchera subterránea en el centro de Luoyang, su capital ancestral en el ‘centro del mundo’…

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