De predicciones y momentos felices

Recién vuelto de China, donde anduve en parte visitando sitios arqueológicos invitado por Bai Lisha y Ge Hong (más sobre ellas en otro posteo), en parte organizando un viaje de estudios y en parte reencontrándome con mi hijo (lejos la mejor parte: este enclenque Odiseo haciendo equipo al fin con su Telémaco).

Me visita mi primo hermano Rodrigo Lois – biólogo molecular devenido pintor tras un cáncer al colon –  desde California. Paseamos alegres de vernos, conversando de un cuanto hay. Uno de nuestros temas: los ordenamientos dinámicos de las cosas ante ciertos pronósticos o predicciones (él me ha pronosticado cosas importantes que me han sucedido recientemente en la vida). Cómo las cosas y los eventos se van repentinamente ordenando espontánea pero perfecta y lógicamente, como naipes cayendo en escalas perfectas, tras ciertos pronósticos o predicciones hechas en ciertas condiciones difíciles de definir pero que tienen algo que ver con estados de alerta, de disponibilidad, de apertura del pronosticante (estados que también podemos llamar de alegría, pues esos repentinos ordenamientos perfectos resultan muchas veces de pronósticos hechos en momentos alegres, risueños, juguetones, revoltosos, livianos).

Tras unos expresos pedidos al estilo «Lois» (que no aceleran ni quitan el sueño) compramos unos chilenitos para mi hija Karin que nos visita desde Inglaterra con mis dos nietas inglesas. Andamos con «high spirits», nos reímos y chacoteamos entre nosotros y con la gente alrededor. Entramos a un Big John a comprar pan, bebidas y otras cosas. Mientras hacemos la cola no perdemos nuestro estado, la revolvemos, bromeamos, ya no recuerdo a propósito de qué. En eso alguien aparece por detrás preguntándome: «señor, ¿son suyos estos chilenitos?» Claro, los había dejado olvidados en los cajones del pan. Mi primo se burla, «¡te pillé! ¡No querías llevarle chilenitos a tu hija, ah, para no poner en riesgo su matrimonio…!» (el esposo de Karin es inglés. La gente en la cola celebra la ocurrencia).

Llegados a la caja me dicen la cuenta. Empiezo a registrarme. Pareciera que no me fuera a alcanzar con lo que llevo. Rodrigo ofrece pagar con tarjeta. Lo detengo: «Espera. ¿Cómo sabes si acaso no traigo la cifra precisa en los bolsillos?» Mi primo sonríe (mientras su yo anterior calcula mentalmente sin duda las probabilidades en contra de tal eventualidad). Comienzo a sacar cuánta moneda encuentro en mis ropas, y voy contándolas mientras cajera y primo me observan expectantes. Termino. Me faltaron 140 pesos. Mi primo, con ancha y triunfadora sonrisa, va a sacar su tarjeta. La cajera me dice: «no importa, me los queda debiendo». Voy a aceptar, pero no es ninguna solución. No se ha cumplido mi pequeño pronóstico, mi desafío…

Entonces un cabro joven, de no más de veinte años o algo así, que ha estado pagando en la caja del lado, interrumpe diciendo: «No será necesario. Tome» y me pasa ciento cuarenta pesos, su vuelto. «Algún día nos volveremos a encontrar», añade y tira a salir raudo de allí. Rodrigo lo intercepta diciendo: «¿Y a mí no me vas a dar nada?» Carcajada general en la cola. Al darse vuelta le estudio la cara. Para intentar no olvidarla para cuando ocurra ese nuevo encuentro por él pronosticado…