A brazo partido y cirios ardiendo (Por qué China – 2)

(Te podría servir leer antes la primera parte de esta serie de posteos acerca de los caminos que me llevaron a a China…)

Ayer fue 8 de septiembre y eso me trajo reminiscencias de algo que nos sucedió hace muchos años atrás a mí y a Danilo, mi hijo menor, en una gélida noche de 8 de septiembre en el templo de nuestra señora de Guadalupe de Ayquina en el altiplano chileno. Habíamos llegado allí para pasar con la virgencita y su niño su hermosa fiesta anual (la más bella de todas si me preguntan a mi) y rogarles por la sanación de Danilo y su brazo partido.

No era la primera vez que yo iba, pero nos costó llegar esa vez. Mi cabro era chico, siete años tenía, y debió soportar dos días en bus desde Santiago y cruzar después el desierto en una utilitaria atestada, que fue desprendiéndose de todo lo suyo a medida que reptaba mugiendo cuesta arriba, para llegar en fierros vivos a la celebración. Digno navío de aquellos peregrinos que también nos fuimos despojando de todo para ir a mirar en cueros vivos a la virgencita, con ojos como los del niño que nos miraba a su vez desde sus brazos.

Ya he contado esta historia ante otras audiencias, unas muy cultas y otras humildes. Ha pasado también la prueba más exigente: haber sido aceptada como parte sustantiva y orgánica de mi tesis de doctorado en ecología cultural. Allí la narro en detalle y la teorizo en profundidad. Aquí voy a ir al hueso. Trataré de contarla desnuda.

Esa noche, en medio de una neblina de humo de velas y mientras sosteníamos todos unos manojos de cirios encendidos delante de la virgencita y le pedía yo lo que había ido a pedirle, ví, como en un espejismo, que se le estaba empezando a sanar a Danilo la manito derecha que le había quedado paralizada tras cercenarse los nervios del brazo en un accidente. Lo ví a mi pergenio chico muy afanado amasando con las dos manos una pelota con la esperma de vela recogida del suelo del templo. Con otro niño a su lado y el niño de yeso de fondo, se afanaba sin conciencia ninguna del júbilo que a su padre le proyectaba su afán. Hoy día su brazo está recuperado. Además quedó ambidiestro pues aprendió a escribir y a hacer todo con la zurda. Y he oído por ahí que la ambidestreza te hace más diestro para pensar. Una atención extra de la Guadalupe…

Aquella peregrinación me consumó peregrino y me grabó a fuego de una vez y para siempre algo que hacía ya tiempo venía sospechando. Sospechándolo tanto, que había estado dispuesto a poner en juego y defender mi pálpito en peliagudas tribunas intelectuales. Y airosamente, por lo menos cuando más importaba, como en el episodio de mi entrevista laboral que cuento en la primera parte de esta narrativa.

¿Qué cosa? ¿De qué palpito hablo? («come on Enzo, get on with it man, leave out the foreplay!» – me dirían mis colegas ingleses – con quienes siempre he puesto a prueba, más que mis tincadas, su paciencia.)

¿Qué cosa? Los plenos poderes del rito. La fuerza de cuestiones como la peregrinación, el sacrificio, la fiesta, la ofrenda, la invocación, la sangre que injertan los nudillos de los percusionistas de cantos a lo divino en los cueros de sus tambores. Es decir la plenitud poderosa de las maneras de estar en el mundo de las cosmovisiones ancestrales (la fiesta de Ayquina es mucho más aymara que cristiana, pienso yo, aunque importe menos que un ala seca de mosca lo que yo piense. En todo caso eso salta a la vista.)

Desde ahí para adelante he hecho ondear los estandartes de aquellas cosmovisiones, sus ritos y celebraciones en cuánto foro se me ha dado. Declarada o cazurramente, escoltándola por el gran pórtico de entrada o metiéndola colada por una escotilla de atrás. Porque para mí ya era cosa probada.

«Cosa probada por tí, ¡ay qué bello!
Pero no por ellos, !ay no no no!
No por ellos
(vuelta)
Cosa imaginada por tí, ¡ay qué feo!
Cosa probada no, ¡ay no no no!
No por ellos»

Dediqué un capítulo entero de la mentada tesis doctoral a probar aquella certidumbre mía tan penosa y jubilosamente adquirida. Me la aprobaron con escaso trámite y (en una ceremonia harto más deslucida que las de Ayquina) me invistieron de toga negra y negra plana de albañil sobre la cabeza para otorgarme mi rollito sagrado con sus firmas y timbres de agua para llevármelo para mi casa. Mas a esas alturas yo ya venía de vuelta, y con el poncho bien hilachento. Había sido de nuevo pasto de incertidumbre y dejado qué rato de creerme mi cuento.

¿Incertidumbre? ¿por qué? Bueno porque toda mi demostración había salido de mí. Toda ella «guesswork«, conjetura, interpretaciones mías (o tomadas prestadas de otros intérpretes como yo) de los ritos del altiplano. Toda ella interpretación, toda bendita interpretación – la némesis del antropólogo. Toda, todita toda mi demostración. Porque las culturas altiplánicas nunca dejaron ancestralmente explicada su cosmovisión ni sus ritos. Los extraordinarios ancestros de los aymaras, quechuas y atacameños de hoy no dejaron explicada su cosmovisión. De haberlos los hubo, ancestros allí de inmenso calibre… basta pensar, por ejemplo, en los héroes culturales que desfilan por Dioses y hombres de huarochirí de Francisco de Avila,  aquél Wirakucha increíble. Pero no se explicaron, nos nos dejaron su explicación Y si acaso la dejaron, todavía estará por desenterrarse.

Aquél aguijón ya no me dejaba tranquilo. Peor que avispa chaqueta amarilla en picnic campestre. No me fue quedando otra. Por trabajoso que fuera, si iba a reforzar mi demostración tenía que ampliar mi mirada. Ponerle empeño para torcerla hacia alguna otra cultura cuyos ancestros sí hubiesen explicado su cosmovisión y sus ritos. Y lo más nítida y pedagógicamente posible.

Ese fue el viento mistral que terminó por virar mi veleidosa rosa de los vientos hacia el oriente. Y dentro del o
riente hacia China, aquella cultura cuyos ancestros lo explicaron todo acerca de su cosmovisión y sus ritos. Y de manera tan diáfana y clara como la mirada con que nos mirara (como escurriéndose de ella para venir a caerse sobre nosotros) a mí y a mi cabro chico el niño de nuestra señora Guadalupe de Ayquina.

(Vuelva a visitarme. En unos días más vendrá la parte 3 de esta narrativa sobre «Por qué China«)