Rafael Echeverría con silla y mesa

Mi querido coach Gabriel Bunster va y me pone en el plato esta entrevista del senador Carlos Cantero con el filósofo chileno Rafael Echeverría, invitándome a comentarla. Eso, viniendo de mi coach, hay que tomarlo como tarea para la casa, así que aquí está hecha, apenas unas horas antes de nuestra próxima sesión (pobrecita mi frente de sudor perlada, para qué hablar de mi tarde de domingo con sus horas rebanadas…)

Me costó empezar la tarea. Desde siempre me ha costado, lo que ha sido infernal para mis domingos. Pero también arrastro cierto horror de comentar ideas de grandes hombres, pues me pone en la encrucijada de acatarlos o disentir. Y ahí se me aparece siempre el alucinado Edipo en la versión de Pasolini. Llegado a su personal encrucijada pudo, pudo, escoger la opción acatadora y tomar la ruta de su izquierda, que no iba a Tebas. Pero algo feroz, nacido allí, le impuso la opción disentidora. Escogió la de su derecha, que sí llevaba, y estaba bloqueada por algún notable de estatura que le comandaba hacerse a un lado…

Por eso, recurriendo a una estrategia aprendida de otro de mis maestros, Mikhail Bakhtin, le voy a hacer el quite a esa edípica encrucijada absteniéndome de comentar ninguna idea allí vertida, pero igual voy a comentar. Espero lograr esa proeza comentando la entrevista como si fuera un objeto estético en lugar de filosófico. Algo que Rafael Echeverría tal vez apreciaría, pues aparece allí también llamando a hacer de la vida un arte. Claro que la voy a comentar desde una peculiar manera de mirar el hecho estético que me enseñó Bakhtin, que quizá ya no le sea tan fácil de apreciar, no sé…

Si miramos estéticamente a un hombre sufriendo – dice por ahí como al pasar ese maestro mío – no lo vemos sufrir de la misma manera como él se ve sufrir. El ve a su sufrimiento como algo encerrado dentro suyo. Las fronteras de su duelo llegan exactamente hasta los bordes de su ser: de su piel, o de sus emociones, ideas, valores, lenguaje, en fin todo lo que está contenido dentro de él. Nosotros, en cambio, vemos a su sufrimiento como algo que desborda todo aquello, y además lo excluye en gran medida, pues no tenemos por qué – ni siquiera podemos – conocer mucho de su mundo interno. Nuestra visión de su sufrimiento, si es estética, ha de incluir junto al sufriente todo aquello que vemos circundándolo mientras le sucede el evento de sufrir.

¿Encuentra peregrina esta idea de Mikhail Bakhtin? Si no lo es tanto. Mire, de no ser cierta, no habrían podido existir ni la pintura figurativa ni el teatro, menos el arte fotográfico ni el cine. Imagínese en El Biógrafo viendo a la florista de City Lights viviendo ensimismada y sólo internamente su vida ciega, sin un Carlitos (¡grande!, ¡grande!) que le vaya dibujando toda esa filigrana extraordinaria de taxis y automóviles de lujo a su alrededor.

Entonces, si miro estéticamente – y a lo Bakhtin – esa entrevista de Rafael Echeverría, ¿Qué veo? Veo a un hombre hablando filosóficamente, y para él, claramente, los sentidos de su habla se extienden solamente hasta los límites que él, con todo su ser, con su pensamiento y su propia contribución a la filosofía, con sus valores y emociones les da. Si no, no podría hablar con tal autoridad ni podría ir articulando sus palabras con tal destreza y precisión. Ni menos aún acompasándolas con tan vigoroso entusiasmo. Pero para mí, que lo estoy viendo hablar estéticamente (a lo Bakhtin, reitero), los sentidos de su habla desbordan su ser por varios flancos, e incluyen sentidos que le añaden todo lo demás que lo circunda. Tomo un flanco solamente:

En un momento de la entrevista, a propósito de la propuesta de Rafael Echeverría sobre el poder transformador del lenguaje sobre el ser de las cosas (su Ontología del lenguaje), el senador Cantero le propone como ejemplo las sillas rojas en las que están sentados, y sugiere a su entrevistado que, entonces, mientras se las use para sentarse siguen siendo sillas, pero si se las usa para subirse en ellas pasan a ser escaleras y si se las usa para poner cosas sobre ellas…. ya pasan a ser mesas, le completa el tren de ideas su entrevistado, rubricándolo con el nítido corolario de que es el uso que de ellas hacemos lo que determina el ser de las cosas.

¿Pero qué otras cosas estoy viendo yo desde la mirada estética bakhtiniana que he adoptado?

Estoy viendo al senador muy cómodo y compuesto, erguido a plomo en el centro de su silla. Pero al filósofo lo estoy viendo en una postura más bien torcida, contorsionada, y corrido él hacia el borde derecho de la suya, como preparando una salida. Su mano izquierda está prendida de sus rodillas como tratando de forzar las entrelazadas piernas a virarse en ángulo lo más lejos posible de la silla, mientras su cabeza aparece tan presionada hacia abajo por ese mismo lado (como si una mano brutal la doblegara) que pareciera faltar un último leve empujoncito para eyectarlo con todo su ser de la famosa silla.

Bien por don Rafa si hubiera llegado a pasar así. Otra mítica victoria del buen David. Pero no. No es llegar y liberarse de las sillas y otros modernos Goliats domesticadores del cuerpo como ellas. Y no lo insinúo yo, sino autoridades mayores, como Michel Foucault en Microfísica del poderVigilar y castigar y Eugene Ionesco, en Las Sillas (muestro sólo el principio del principio…)

¿Y qué más estoy viendo en primer plano mientras ellos hablan de una silla que al sostener algo se vuelve mesa? Pues una formidable mesa de cristal que se ha deglutido cual ameba a una pobre ser humana para que, prostrada decúbito dorsal (la postura más innoble), la sirva a perpetuidad como sostén primario, a su vez, de su ser sostenedor de otras cosas.

Mientras senador y filósofo hablan sobre el poder del lenguaje humano para domesticar el ser de cada cosa, yo estoy viendo delante mío el poder del lenguaje de las cosas para domesticar al ser humano. ¿Cuál de esos dos poderes es más implacable e imperioso? El segundo, lejos. Podrá haber muchas sillas por allí que logren vivir su vida entera sin ser jamás usadas como mesas o escaleras. Pero vaya uno a encontrar a un sólo ser humano en nuestra civilizada vida que pueda ufanarse, llegado a su postrer día, de no haber sid
o jamás domesticado por silla alguna.

(Una vez una habilosa y atrevida alumna mía llamada Paulina Dagnino, en un innovador magister en dramaturgia corporal que dirigía por ahí en una universidad privada mi querido amigo Amilcar Borges, cogió un guante que les arrojé en clase tras haberles hecho leer a Foucault. Vivió una semana sin sentarse en parte alguna, para probar a qué sabía liberarse de esa domesticidad. Lo pasó mal la pobre y le halló un sabor extenuante y aterrador a su transitoria libertad. Tal es el poder domesticador de las sillas, y del cual tal vez ya no haya escape)

Para redondear con otra de mis predilecciones, Confucio también fue nombrado en la entrevista, pero más que nada por cortesía pues no detecté rastros suyos en lo que dijo Rafael Echeverría. Si el filósofo chino volviera a la vida entre nosotros podría devolverle la cortesía diciéndole, tras contemplar a su alrededor un rato: «¡Ah! (le gustaba exhalar profundo antes de hablar) veo que el cielo a ustedes les sigue dando vida y la tierra les sigue dando forma». La sutil cortesía estaría en su eufemismo «tierra» en vez de lo que realmente tendría en mente, pues como sabe todo alumno de la Escuela Chilena de Feng Shui de mi esposa Sylvia Galleguillos – donde tengo el grato privilegio de enseñar cuando me hallo en Chile – las sillas son, para la cosmovisión china, las principales representantes de los poderes formadores de la tierra en los espacios habitados, y las segundas son las mesas. Unas nos forman y manejan por detrás y las otras nos conforman y seducen por delante. A eso la cultura china lo llama 先天 xiantian: cielo concordante por delante y tierra formadora por detrás. Xiantian es una de las herramientas simbólicas principales del Feng Shui. Fue el esquema arquitectónico usado para emplazar las edificaciones de la magnífica Ciudad Olímpica inaugurada el 2008 en Beijing.

El Feng Shui, entre paréntesis, esa disciplina china tan incomprendida y mirada en menos en estas latitudes (para hacer mía una queja de Rafael Echeverría en defensa de su admirado Nietzsche – admiración que comparto al cien por ciento), se ocupa precisamente de buscar entender cómo las cosas que nos rodean (todas, desde casas hasta sillas, mesas y roperos, cerros, roqueríos y riachuelos) nos usan y ejercen imperiosos poderes sobre nosotros. Primero, por medio de las variadas formas como nos contienen y amoldan nuestros cuerpos, nuestra sociabilidad y nuestras vidas. Segundo, por medio de los sutiles mas perentorios lenguajes simbólicos que les son propios, y cuyo poder hemos podido presentir en este encuentro entre filósofo y senador. Poder linguístico, como dije, sin el cual habrían sido imposibles las artes figurativas y dramáticas.

(Un último avisito, permítanme: no está probado que Confucio y otros como él – que piensan el mundo de maneras tan distintas a las nuestras – ya no puedan venir a revivir acá entre nosotros. De que podría ser muy benigno tal retorno, no tengo duda. Se requiriría de titánico esfuerzo, eso sí, para prepararles el terreno de su vuelta, y de más de una generación. Mas yo por mi parte estoy dispuesto a poner allí el escuálido ñeque con que me ha dotado el cielo. Si otros, como usted, también sumaran la fuerza de sus brazos, podríamos empezar rompiendo – cual mansos bueyes de agua – un terrenito por ahí, apoyado en algún cerro y que mire al mediodía, y acopiando allí agua, humus y guanito…)

Un comentario sobre “Rafael Echeverría con silla y mesa”

  1. Encontré genial esta visión estética de la conversación … y quedé sorprendido al ver que para tí la posición de cúbito dorsal es la más innoble de las posturas!! así, como al pasar … ¿¿??Genial todas los pedazos de películas que nos regalas! Mauricio Malbran

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