Sabemos que existimos gracias a la ilusión: la epistemología del Mahabharata

Kripa combatiendo a Shikhandin
«Las flechas de sus armas ilusionistas cubrían el cielo…» (Mahabharata)

Es sabido que René Descartes inaugura la epistemología (o reflexión acerca de qué podemos saber) de la modernidad occidental, con el famoso: «Pienso, luego existo».

El pensamiento, como ninguna otra experiencia somática o corporal, es la prueba concluyente de la existencia, medita Descartes. Porque puedo dudar de todo, hasta de que tengo un cuerpo, mas no puedo dudar de que pienso, puesto que la duda es en sí un acto de pensamiento. Y si pienso, existo. Porque ¿cómo podría algo inexistente, pensar?

Es menos sabido que Descartes debe dar otro paso – una movida forzada – para contrarrestar una difícil objeción. Lo hace mediante un famoso experimento mental, con el que hasta el día de hoy se quiebran la cabeza los epistemólogos. En ese experimento se pregunta: ¿Y si la creencia de que dudo, y por lo tanto de que pienso, no fuera sino una ilusión, un engaño promovido por algún demonio o prestidigitador infernal? ¿Entonces qué?

¡Ah!, aún así, concluye triunfalmente Descartes, le queda una última certeza que ningún demonio le puede quitar, y es que para que algo pueda ser engañado, también debe existir. Si mi creencia de que pienso fuera producto de un engaño, es que soy algo engañado, ¡luego igual existo!»

«Soy engañado, luego existo» es la verdadera piedra angular de la epistemología de la modernidad occidental, tal como la funda Descartes. Se necesita apelar a una ilusión primigenia para poder en última instancia saber con certeza que algo siquiera sabemos, es decir que existimos. Aunque sea una existencia predicada desde el engaño. Sin presuponer aquél engaño fundacional, no habría cómo saber nada a ciencia cierta, ni si acaso existimos siquiera.

Descartes le da el papel epistemológico de operar como agente del engaño a un demonio, porque la alternativa sería dárselo a Dios, y al padre de la epistemología moderna no le cabe en la cabeza que este último pudiera prestarse para andar engañando, ni siquiera con el fin altruista de así permitirnos saber algo siquiera: por lo menos que existimos.

Un gesto epistemológico parecido – la ilusión o engaño como garantía de la existencia – ya lo había acometido la filosofía hindú, su buen par de milenios antes de Descartes, sólo que sin la religiosa inhibición cartesiana.

Ese es un tema que cruza de incontables maneras aquella exuberante urdimbre imaginativa que es el Mahabharata, texto que por décadas me ha fascinado y que por estos días ha vuelto a maravillarme, por estarlo releyendo y enseñando.

En el Mahabharata también sólo nos consta que existimos porque podemos ser víctimas de la ilusión, del engaño, y allí es la propia deidad suprema la principal agencia ilusionista: «El dios primordial, Narayana, de inconcebible energía e infinitas ilusiones…» (Mahabharata, Shanti Parva 64), «El mundo es como la espuma del agua, envuelto en centenares de ilusiones que emanan del supremo Vishnu…» (Mahabharata, Shanti Parva 303). La existencia es Maya, ilusión, engaño, y todas las criaturas existimos en virtud de esa ilusión generativa. Sin ilusión, no hay existencia.

Es más, la capacidad de ir tejiendo más trama ilusoria en la urdimbre de Maya, y así generando nueva existencia, no es sólo privilegio de los dioses. También es atributo de demonios, guerreros y sabios clarividentes: «Todos ellos eran maestros en centenares de ilusiones, y podían asumir la forma que quisieran…» (Mahabharata, Shanti Parva 227)

También las armas sobrenaturales que dioses, demonios y guerreros esgrimen unos contra otros para privarse de la existencia en el Mahabharata, todas dependen de la ilusión: «Oh señor, el disco de Vasudeva (un nombre del Dios supremo), capaz de tomar cualquier forma para destruir a todo adversario, depende de la ilusión…» (Mahabharata, Sanat-sujata Parva, 68) y «Es mediante mis poderes ilusionistas y encendido con deseos de triunfo que entro a combatir, esperando la victoria o la muerte…» (Mahabharata, Uluka Dutagamana Parva, 173)

La muerte, en esta lectura epistemológica del Mahabharata que estoy persiguiendo, debe aquí ser entendida como el quiebre de la ilusión, del engaño cartesiano, con la consiguiente extinción de toda capacidad de saber, y el tránsito mental hacia una ausencia irrevocable del pensamiento y por lo tanto la inexistencia. En el Mahabharata se llega a la muerte por un insuficiente poder de vivir mediante ilusiones, y con el morir se acaba de abdicar del todo de ese poder.

Por eso, quizá, sea tan importante para tal epistemología (insoslayable, tal vez, si lo pensamos) la idea de reencarnar, de poder volver a nacer. O mejor dicho: de deber volver a nacer, y eso para ambas epistemologías, tanto la contemporánea fundada por Descartes en unas cuantas escuetas meditaciones, como aquella antiquísima que con tan deleitosa exuberancia despliega el Mahabharata en sus miles y miles de páginas.

En un paso que podría ser tan forzado como el del demonio ilusionista cartesiano, quizá se haya de deber renacer una y otra vez, para así poder seguir rescatando de la nada la pregunta fundamental de si no estaré otra vez siendo engañado. Con la consiguiente – y dichosa – constatación cada vez de que, si me estoy preguntando de nuevo si no estaré siendo engañado, ya sea por el infinito manto ilusionista de Maya o por un maléfico demonio a lo Descartes, es porque existo, ¡he pensado (PENSADO) y he vuelto a existir!

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