La Chinita del Tamarugal y su milagrosa caja de sorpresas – mi vuelta a La Tirana en julio de 2012

Muchos años han pasado ya desde que solía recorrer el norte chileno – desde Andacollo por el sur hasta Las Peñas en la frontera con Perú – año tras año visitando sus diversas fiestas a la Virgen. Como etnógrafo primero, mientras investigaba para mi tesis doctoral. Después como simple peregrino promesante, subiendo ya sin cámaras ni cuadernos de apuntes ni parafernalia alguna a los santuarios, para pedir la intercesión de la Virgencita en uno de los momentos precarios de mi vida. Y finalmente como pagador de mi manda, cuando despojado ya de todo ulterior motivo partía a agradecerle simplemente la extraordinaria ayuda recibida (historia que cuento en otro lado).

Pagada ya aquella manda, había dejado de acudir a los santuarios, pues en el último decenio ha sido el cosmos chino el que me ha llamado con cada vez más perentoria fascinación, así es que hacia el oriente en vez del norte he tornado mis naves cada vez que he tenido espacios para viajar.

Hasta este 15 de julio de 2012, en que la venida a Chile de dos colegas de mi Universidad de Londres a una conferencia me inspiró para volver a la fiesta de la Virgen de La Tirana, no ya como investigador ni como peregrino, sino como guía y cicerone.

Y pareciera que mientras más puros sean los motivos de tu visita a su santuario – mientras menos centrados en tí mismo – más dispuesta está la Chinita del Tamarugal (como la llaman amorosamente los lugareños) a hacer de las suyas contigo. Porque, en mi experiencia, si ella va a obrar algún milagro grande o chico para tí, lo hará siempre y cuando pueda contar con el factor sorpresa, para llevarte así a dar de bruces con lo inesperado. Aquella inesperabilidad resultando ser el pivote en que gira su manera de conectar con nuestras vidas.

La primera de las sorpresas que me deparaba esta vez vino aún antes de llegar a su santuario, en la noche anterior a subir a aquél, mientras paseaba con mis dos amigos extranjeros por la avenida Arturo Prat en el borde costero de Iquique. Allí nuestra colega Helen Gilbert fue víctima de un lanzazo, y nada costará imaginar mi anonadada desolación mientras veía al joven cogotero arrancar raudo hacia el centro de la ciudad, con ella gritando junto a mí que se llevaba todas sus cosas de valor.

Fútil y todo – tres cincuentones académicos en pos de un ágil delincuente juvenil – salimos corriendo detrás suyo, y a mitad de cuadra como que quiso alumbrarnos un débil pábulo de esperanza. Nos llevaba como una cuadra de delantera cuando vimos caérsele la cartera y desparrarmarse sus contenidos por el suelo, los que se detuvo a recoger uno por uno, ¡con una calma!, sabiéndose dueño y amo de la situación. Sin embargo, había gente entre él y nosotros, por lo que al verlo tan confiado enfrascado en su metódica recolección empecé a gritar: «¡Ladrón!, ¡ladrón!». Entonces un hombre joven que transitaba por ahí, al escucharme y verlo retomar su huída, emprendió veloz persecución, y tras suyo emergió un ciclista dando persecución también. Seguimos corriendo nosotros tras de ellos pero, mucho más lentos que éramos, al torcer por la siguiente cuadra ya no divisamos más ni al monrero ni a sus perseguidores, tragados todos por la noche. También se nos perdió por largo rato David Wiles, el otro colega, quién con su mejor estado físico se nos adelantó durante la desesperada carrera, para terminar perdido y solo en las calles céntricas de Iquique.

Yo no podía creer que nos estuviera pasando eso, cuando había traído a mis dos colegas tan ilusionados a ver la hermosa devoción de mi entrañable Chinita del Tamarugal. Consternación pura. En fin, alguien de una tienda que salió a asomarse, nos aconsejó ir de inmediato a la comisaría, que quedaba cerca, por si acaso la policía alcanzaba a tender un cerco. Así que allá acudimos, Helen  iba contando mentalmente todo lo perdido (tarjetas de crédito, plata, cámara, licencia de conducir, sus lentes ópticos, etc…) y yo en sepulcral abatimiento.

Y ahí detonó la primera improbable sorpresa de esta historia. No acabábamos de entrar a la comisaría cuando el carabinero de turno, con sólo vernos, nos pregunta. «¿Les robaron recién?» Al decirle yo que sí se pone el gorro, pide permiso a un superior y nos invita a partir con él, pues a dos cuadras de allí un grupo de civiles acababa de arrestar a un lanza que venía de asaltar a unos extranjeros. Resultado: era el mismo cogotero y lo tenían de guata sobre el pavimento. Los propios habitantes del barrio se habían ido gritando unos a otros y sumándose a la persecución, hasta terminar cortándole las vías de escape unas cuantas cuadras más allá. Helen recuperó allí mismo su cartera con todas sus pertenencias, excepto algún dinero suelto.

Milagrosa y protectora comunidad Iquiqueña, presidida desde la noche cósmica de la pampa por su igual de milagrosa Virgencita. Esa noche por el borde costero habíamos venido conversando justamente de aquellas cosas, sin apercibirnos siquiera de que estábamos nosotros mismos caminando bajo aquél ancestral doble manto protector.

Mi colega Helen Gilbert y el baile gitano en templo de La Tirana, Julio 2012
Mi colega Helen Gilbert y el baile gitano en templo de La Tirana, Julio 2012

La segunda sorpresa vino al día siguiente, domingo 15 de julio al atardecer y ya en el santuario de la Chinita, mientras contemplábamos, al interior del templo, a la larga fila de peregrinos que esperaba su turno para tocar el manto de la Virgen y dejarle sus rogativas o expresiones de gracias. En ese momento, por detrás mio irrumpen ensordecedoramente los tambores de una comparsa, y al virarme hacia el sonido veo en la nave central del templo emerger, como si estuvieran brotando desde la propia tierra con sus vestidos ornados de flores (pues habían partido en cuclillas) una danza de Gitanos que comenzaban a bailar.

De todas las danzas devocionales del norte chileno, que son montones, las de Gitanos siempre han sido para mí las más enternecedoras de contemplar. Hay en sus cadencias, en sus vestuarios y en sus intricadas filigranas con pañuelos una mezcla de armonía con gracia y con pureza que retrotrae a emociones inocentes y primarias, como las de oir zumbidos de abejas, o contemplar mazorcas maduras o a madres meciendo a niños. Por otro lado, templos marianos como el de La Tirana, el de Ayquina y el de Las Peñas son famosos por instigar desbordes de emoción entre sus peregrinos, fenómenos que he presenciado en varias ocasiones, y yo mismo he sentido mis ojos humedecerse una que otra vez estando en ellos en el pasado.

Pero para lo que me pasó este domingo 15 de julio en el templo de La Tirana, mientras aquella inesperada danza de Gitanos parecía venir naciendo recién de la tierra en sus trajes del color de la miel o de hojas en otoño, dentro del templo bañado por la luminiscencia dorada del atardecer, para eso no estaba preparado. Allí me cogió la Chinita de sorpresa otra vez.

Les alcancé a tomar un par de fotos a los Gitanos, pues me había dado a mi mismo la misión de documentarles su viaje a mis dos amigos, pero luego de eso ya no pude seguir. Primero se me empañaron los lentes y luego me saltaron las primeras lágrimas. Al minuto, cuando los danzantes empezaban a entonar sus primeras coplas de gratitud a la Virgen leyéndolas en diminutas hojas de cuarderno, ya me corrían imparables torrentes de lágrimas. Habré llorado allí una eternidad de cinco minutos, mientras me abrazaban mis dos amigos y me acariciaban otros parroquianos al pasar. Lloré y lloré, de la manera más mesurada y circunspecta posible, como no lo había hecho quizá desde la infancia, no sabiendo si irme para no dar espectáculo o si quedarme para dejar que la nueva experiencia viviera su curso. Y en total perplejidad acerca de los orígenes del llanto, pues como ya expliqué, esta vez llegué a la Tirana sin carga, sin cruz y sin motivo personal de peregrinaje.

Sólo sé que viví entonces una emoción casi en estado puro, sin cuento ni narrativa.

Aquél llanto tan libre de motivación personal, tan enigmático y tan desprovisto de explicación y sentido, se me antojó en su momento tan natural, y espontáneo, como si no hubiera sido más que un manantial rompiendo la tierra para ir a regar esos gráciles vástagos de vida danzante (hijos todos tal vez de la Chinita del Tamarugal en su avatar andino más arcaico, que es el de Pachamama o Madre Tierra) que venían brotando recién al telúrico son del tambor.

O quizá la Virgencita haya estado contenta que volviera, y, de esas maneras tan propias suyas y de la gente de su tierra, me lo haya hecho sutilmente saber…

Mi colega y amigo David Wiles en la Tirana, julio de 2012
Mi colega y amigo David Wiles en la Tirana, julio de 2012

4 comentarios sobre “La Chinita del Tamarugal y su milagrosa caja de sorpresas – mi vuelta a La Tirana en julio de 2012”

  1. ¡Que privilegio leerte, querido Enzo! Y no diré más, porque tu relato es de esos que mis comentarios sólo pueden empañar, reducir, morigerar. En serio, no tengo palabras. Sólo gratitud. Mucha.

  2. Enzo, que cosas no? No todo es controlable con la fuerza de las explicaciones y la razón; hay cosas y grandes que se nos escapan. Gracias por llevarnos a esos lados.

  3. Hola Enzo!!
    «Tocaste» o «te tocó» algo sagrado que no tiene explicación racional.Lo más grande va por allí…………….Dimensiones que no conocemos y que a veces rozamos en algún momento de nuestras vidas.
    Un abrazo.

  4. ¡Que historia mas entrañable, tremenda, conmovedora!
    ¡Enzo, siendo un ateo eres sensible a lo divino!
    Que rico conocer mas de ti….

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