Entre Libia y Lidia aun se sigue agrietando la fractura de la felicidad

Sucesos actuales a los bordes del mediterráneo me han traído a la memoria – merced a un mínimo cambio en las consonancias – los lejanos orígenes de esos abismos mentales que parten la tierra desde el peñón de Gibraltar hasta el mar Caspio. Aquellos comienzos – hasta donde los conocemos – los narra Heródoto, que se recorrió casi toda la tenebrosa fractura, desde Libia hasta Lidia. Yendo en busca, como él mismo anuncia, del origen de las guerras entre los pueblos…

mapa del mundo de Heródoto - reconstrucción
mapa del mundo de Heródoto - reconstrucción, crédito: http://www.henry-davis.com/MAPS/Ancient%20Web%20Pages/109.html

Narra Heródoto en el producto de sus investigaciones, los Nueve Libros de la Historia un encuentro entre Creso, rey de Lidia y Solón. Solón fue el famoso legislador griego que, habiendo reescrito las leyes de Atenas en favor de la democracia, se mandó luego a cambiar y recorrer mundo, para que así no pudiera ateniense ninguno persuadirlo de enmendar ni un inciso siquiera de su reforma legislativa. Fue mientras viajaba esos viajes que sus pasos derivaron hacia Lidia.

Mapa de Lidia en la antigüedad
Mapa de Lidia en la antigüedad

Estratégicamente situada en las montañas de Anatolia (lo que ahora es Turquía) Lidia había sido ancestralmente un amortiguador cultural, un espacio intermedio disipador de tensiones entre oriente y occidente. Hacia el oriente estaban los persas y hacia occidente los griegos. Y entremedio los lidios, que no reconocían soberanía a ninguna de las dos hiperpotencias y se dedicaban enérgicamente a mantenerlas separadas, como las fuerzas especiales a las barras bravas del fútbol.

Sin embargo, por la época de la visita de Solón a Creso, las guerras médicas (que no tuvieron nada que ver con doctores, como yo antes juraba, sino con los medos: la primera gran dinastía Persa, pero igual es una cruel ironía que en español se llamen así) estaban a la vuelta de esquina.

Las médicas fueron la primera (conocida) de las mega carnicerías de civilizaciones que se han venido celebrando con cronométrica regularidad entre la cultura occidental y las otras. Y eso hasta «el aquí y el ahora» (fórmula que poco merece tanto crédito como le dan), cuando ambas versiones del fenotipo han vuelto a trabarse más encarnizadamente que nunca.

Creso fue quién le allegó yesca a la mecha que iba a detonar esas primeras carnicerías. Durante su reino Lidia dejó de ser el fiel que mantenía equilibrada la balanza intercultural. ¡Y lo asombroso es que todo fue por haberse puesto a buscar el origen de la felicidad! (Empresa que hay que ser harto triste para intentar. Pobre Creso) .

Llevado de esa inquietud quiso probar a tener el más vasto imperio, así que partió a anexarse los enclaves griegos en las playas occidentales de la Anatolia – entre ellos Mileto, la cuna de Tales. Luego se devolvió hacia oriente a intentar anexarse a los persas. Alentado – cuenta Heródoto – por una profecía de la pitonisa de Delfos de que si atacaba a los persas destruiría su imperio. Pero de esa salió trasquilado. Perdió, cayó prisionero y vió a su país absorbido por Persia. El imperio destruído, tal como le predijera el oráculo, resultó ser el suyo.

Disuelta Lidia, quedaron la naciente cultura occidental y la renaciente oriental refregando sus fallas directamente una contra la otra. Pedernal contra pedernal, placa contra placa tectónica, fierro raspando contra fierro, sin lubricantes ni embriague ninguno… Lo demás es truculenta historia conocida…

La vida de Creso fue triste y notable. Muy parecida a la de José Raúl Capablanca, pero en política, no en ajedrez. Estratega virtuoso, calculaba cada paso con ene movidas de anticipación. Fue invencible hasta el torneo decisivo. Personaje elegante y refinado, emprendedor, Creso acumuló más riquezas que Carlos Slim (qué bella ironía, ¿no? que tal gallo lleve tal apellido). Como el maravilloso pero al fin y al cabo cruelmente derrotado cubano, y como el corso aquél que acabó mordiendo la tierra en Waterloo, Creso conoció la gloria, llegó a emperador de lo suyo, ganó toda batalla y conquistó a todo adversario… menos al último…

…Y desde ahí en adelante Creso fue un espectro. Le tocó lo peor: presenciar desde una dorada esclavitud cómo, tras freírle los vellos de las canillas (tal cual), se fueron a inflamar el mundo entero las llamas a las que él mismo aplicó cerillas y fuelle…

Consuélese con unos boleros y mambitos a Capablanca mientras sigue leyendo…
 

…Volvamos al encuentro de Creso y Solón. Tras exhibirle las riquezas de su palacio, Creso interroga a su visita, sin preámbulos, sobre la felicidad. ¿Quién era a su parecer el hombre más feliz del mundo…?

Heródoto no toma en serio la pregunta. La halla vanidosa y superficial. Como Creso manifiesta curiosidad por no haber sido él el nominado, el historiador encuentra al lidio culpable de creerse el cuento de que riquezas = felicidad. Y así ha tomado también la escena la tradición.

Pero hay un subtexto allí. Las riquezas son un cebo, un test de IQ. Si el lidio era un espíritu inquieto, un pensador. Y desventurado además. Heródoto mismo nos pasa luego a contar el ánimo que ya arrastraba el rey lidio. Su primogénito era sordo y contrahecho. Y por esas mismas noches soñaba que su otro hijo iba a morir ensartado de lanza, premonición que a poco andar se cumplió, y de qué manera terrible…

Nicolaus Knupfer, Solón visitando a Creso
Nicolaus Knupfer, Solón visitando a Creso

Las respuestas que da Solón esquivan la carnada y son crueles más encima. Refriega sal en las llagas del lidio. Nomina como el más feliz de los hombres a un ateniense que pudo ver florecer a sus hijos y crecer sanos a sus nietos antes de morir. Creso le pide a continuación que otorque la medalla de plata. Solón concede la plata y el bronce a la vez, nominando a dos hermanos muertos mientras dormían, adolescentes aún y sin otra tribulación en el mundo que disputarse cuál de los dos se colgaba mejor de su loba materna (esa es otra historia pero la imagen me calza).

Creso le pide explicar por qué lo dejó sin nominarlo a él, con todas sus riquezas, etc. Allí Heródoto también menosprecia a Solón. Lo pone a arguir una seguidilla de estereotipos, indignos de él. Como que un pobre de aspíraciones sencillas tiene más chances de realizarlas que un rico las suyas, etc.

Pero en medio de la gargantilla de lugares comunes el legislador griego engasta una perla.

Le cuenta a Creso los días que va a haber tenido que vivir un anciano de 70 años sin haber conocido amargura para merecer aquél título. Galardón que, le aclara, sólo puede ser póstumo, pues basta un sólo mal día al final para echar a perder toda la estadística. Le suma a Creso hasta los meses intercalares que se usaban para ajustar el calendario, y llega al resultado final de tener que vivir 26.250 días sin haber probado bocado de hiel, para llevarse el palmarés de la máxima felicidad.

«¿Y eso cuándo, amigo mío?» – remata el griego – «¿si la vida humana no es más que una larga serie de calamidades?»

Por eso es que le da el cetro de sapiens más feliz de todos los sapiens al único especimen que había logrado tan improbable – hazañísima – hazaña. Y reparte los otros dos premios entre dos mocosos que murieran felices antes de tener que ver ellos morir a ni a su propia madre siquiera. Proeza menos improbable que la primera, por lo que alcanzan a ser dos los premiados.

Un abuelo y dos mozalbetes adolescentes. Nadie más. ¿Adultos felices? Ni hablar… El medio queda excluído. Esa es la dura e inenmendable ley solónica de la felicidad…

Pero, pero… ¿Sería solamente solónica?

Pues no. Antes de ir a insinuarse por Lidia, había Solón ya recalado en Mileto. Donde Tales en persona le había confidenciado que si nunca se había casado había sido para no tener jamás que sufrir por los hijos…

Así no más es. En Mileto, frente al mar ese, «Mediterráneo», al que le cantara Serrat sus más bellas baladas, se sembró el nuevo pensamiento aquél – la exclusión del medio – que partió desde ahí en ancas de la mula de Solón a comenzar a instalarse en el mundo. En Lidia – último territorio intermedio, postrer lugar mental del medio incluído fue que se fracturó medio a medio la búsqueda de la felicidad. Y allí, además, en un breve incidente en Lidia, se le presentó al insigne historiador griego una especie de respuesta a su propia incógnita. Respuesta no acerca del origen de las guerras entre los pueblos, sino acerca de su imperecedera permanencia… Pero como no era eso por lo que andaba inquiriendo, no la vió.

(Paréntesis pianissimo susurrado al oído: Lévi-Strauss, maestrísimo mío, dice por ahí que las ciencias humanas se empeñan en explicar el cambio (origen) de las cosas, cuando su permanencia es el verdadero misterio…)

Se me antoja que mientras no resurrecte la arcaica Lidia olvidada – esa de antes que viniera Creso con su preguntita – seguirá este mundo atrapado sin remedio en la investigación equivocada, y atormentado sin redención por cada (recurrente) libia carnicería…

Mientras no germinen de nuevo, a todo lo largo de la abisal fractura que va desde las columnas de Hércules hasta el mar Caspio, aquellos jardines mentales (sepultadas Babilonias a las que canta tan tristes elegías César Vallejo… pero esa es otra historia, ¡que también se halla en Heródoto…!) del medio incluído, seguirá siendo una pura quimera querer enmendar, ni en un inciso siquiera, la áspera ley solónico-milética de la felicidad…

Tales de Mileto línea geométrica apuntando al punto de encuentro universal, cuadro de Francesco Martin
Tales de Mileto línea geométrica apuntando al ensamble universal, cuadro de Francesco Martin